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La vecindad en la que vivía Israel Cancino en 1985 no tenía regaderas, por eso el terremoto del 19 de septiembre lo agarró en unos baños públicos. “Regresé a su pobre casa, vi a mis hijos —de tres, seis y ocho años—, vi que estaban bien y me vine para acá”.
Estamos en el Panteón Civil de Dolores, 30 años después. Ese día Israel tenía 37 años y llegó a trabajar a las ocho de la mañana: no sabía que saldría 24 horas después, tras enterrar a centenares de muertos en las fosas que él mismo ayudó a abrir.
Hoy, don Israel sigue siendo un hombre macizo, pero el peso de los años se nota en su andar pausado, en la arrugas de su rostro y manos, agrietadas, duras. “Llegué aquí a los 15 años, pero no era asalariado, sólo ayudaba a sepultar y me regalaban propina”, recuerda sentado en una lápida.
Israel llevaba más de 15 años trabajando en esas condiciones cuando el 19 de septiembre llegó al panteón a cumplir con su jornada. Enseguida les comunicaron que tendrían que abrir fosas: “Desde la administración nos pidieron que los apoyáramos porque no había gente para abrirlas, y ya nos acomedimos ... en ese tiempo se abrían de 1.50 metros por 2.50 metros por tres 3 metros de hondo… En total —durante la emergencia— se abrieron como 15 o más, que yo me acuerde; en ellas caben más o menos entre 100 y 120 cuerpos”. Es decir, que se enterraron un aproximado de mil 600 víctimas del terremoto.
Los cadáveres, según don Israel, llegaron aquel 19 de septiembre desde las 11 de la mañana, y había de 25 a 30 personas trabajando: “[Los cuerpos] se iban acomodando [en la fosa] como iban llegando: a lo largo o atravesados, como cupieran”.
Recuerda que ambulancias, coches particulares, camionetas de carga y transporte público ingresaban hasta el pie de las fosas, y los cuerpos solían llegar envueltos en sábanas. Aunque la afluencia de cadáveres fue bajando conforme pasaban los días, estuvieron trabajando en las fosas durante ochos días seguidos en jornadas de 24 horas.
Cuando llegaban familiares buscando a sus muertos y los reconocían “había posibilidad de meterlos a otra fosa, pero ya una vez que se metían a la fosa común, ya no se podían sacar”, dice don Israel.
—¿Llegaron a hacer un cálculo oficial? —se le pregunta.
—[Nosotros no] porque el que llevaba esa contabilidad era directamente el encargado. El que recibía todos los documentos… Nosotros sólo éramos ayudantes…
Hoy, don Israel lleva más de medio siglo trabajando en el panteón. Desde los 15 a los 67 años, y todavía le faltan ocho para jubilarse. En las fosas lleva 14 años, de 2001 para acá. Se jubiló su compañero y no hubo alguien que quisiera reemplazarlo, “nadie quiere entrarle ahí porque les da miedo”.
—¿Y usted tiene miedo?
—Yo miedo tengo ahí afuera…
Don Israel llega diario al panteón de avenida Constituyentes a las siete de la mañana, se toma un “cafecito” y camina cuatro kilómetros hasta el área de fosas. Les da mantenimiento: corta el pasto, limpia y está al pendiente de que los perros no escarben. Los fosas con los muertos del 85, en comparación con las otras que cuida, son las únicas intocables, no se pueden abrir por decreto presidencial.
El sepulturero de Iztapalapa. Maclovio González tiene ahora 64 años y también fue uno de los sepultureros de la fosa común del Panteón de San Lorenzo Tezonco de Iztapalapa. Guarda en su memoria los detalles de los días que siguieron a la tragedia.
“Ahí abrimos nosotros —dice tímidamente señalando el lugar donde se abrieron las fosas comunes que recibieron los muertos del 85—. Fueron siete líneas… 165 [cuerpos] en cada una…”. Es decir, un aproximado de mil 155 cadáveres. A éstos se les deben sumar otros 800 cuerpos identificados pero no reclamados, que fueron enterrados en una zona aledaña, junto a las fosas comunes.
“Yo trabajé casi 20 días”, asegura Maclovio, quien en un principio se apuntó a las labores de trabajo como voluntario, pero ahora es un trabajador formal del panteón. Recuerda que los días posteriores a la tragedia llegaban “camiones de volteo, con cuerpos y escombros” y que las fosas para recibirlos tenían entre dos y nueve metros de profundidad.
“Mi esposa ayudó trayendo pan y café”, dice Maclovio para ilustrar la solidaridad vecinal y concluye con una frase que enfatiza la magnitud de la tragedia, pese a tener 30 años como sepulturero: “Nunca he vuelto a ver tantos muertos como en esos días”.
Por su parte, Joaquín Hernández, actual administrador, asegura que los muertos comenzaron a llegar dos o tres días después del terremoto.
En ese entonces él sólo daba apoyo administrativo: “Venían vehículos, a veces oficiales, otros no sé, de bomberos, del Ejército, de las delegaciones, de diferentes áreas del gobierno, a traer los cuerpos que no fueron reconocidos para ser sepultados en la fosa común”.
Calcula que entre 80 y 90 personas trabajaron en las fosas y que mucha gente del pueblo ayudó. La labor se prolongó por cuatro o cinco meses. Ahora hay una pequeña rotonda conmemorativa de las víctimas del 85.
Tanto la delegación Miguel Hidalgo, de la cual depende el panteón de Dolores, como la de Iztapalapa, de la que depende el panteón de San Lorenzo Tezonco, argumentaron como respuesta a solicitudes de información que no existen registros de las inhumaciones realizadas en sus fosas comunes durante el 85.