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“¿Qué es?”, pregunta Óscar Flores mientras intenta encontrarle sentido a las imágenes. “¿Una cara?”, continúa sin esperar respuesta. El ingeniero de 60 años hace una pausa, ladea la cabeza y vuelve a preguntar: “¿Un mentón?”. Deja correr un poco más el video, se separa de la pantalla, entrecierra los ojos y dice con una expresión de estupefacción: “Soy yo”.
Óscar recuerda el momento en que por las grietas de los escombros entró la diminuta cámara. Recuerda que desde fuera le dieron instrucciones: tenía que decir su nombre, dar una evaluación general de la situación y grabar sus alrededores. Llevaba cinco días sepultado bajo los restos del edificio Nuevo León de Tlatelolco y esa cámara fue la primera esperanza real de que podría salir de ahí.
Ahora vuelve a ver la grabación 30 años después, pero como espectador de sí mismo.
Óscar se despertó a las siete de la mañana. Ese día, 19 de septiembre, debía formalizar la venta de unos tambos de gasolina. El festejo de la noche anterior por la comisión que ganaría lo hizo permanecer unos minutos más bajo las cobijas. Su esposa, Rebeca, dormía al otro lado de la cama.
A las 7:14, 7:15 de la mañana, tuvo el ímpetu necesario para seguir su rutina. Abrió la llave del agua caliente, fue por la toalla a la zotehuela y cuando iba de regreso a la ducha sintió un mareo.
“Pensé: ‘Caray, anoche parece que sí me pasé de copas’”, dice Óscar sobre los segundos que le tomó darse cuenta de que no era él quien había perdido el equilibrio, sino la ciudad entera. Corrió a ayudar a Rebeca a salir de la cama. Buscaron la salida, intentaron abrir la puerta. Regresaron al quicio entre su recámara y el pasillo, pensaron en saltar por la ventana: estaban atrapados. Los muros se empezaron a cuartear. El movimiento continuaba. El ruido aturdía: “No sé si el edificio se estaba quejando o estaba enojado, pero se escuchaba un sonido muy característico”, dice Óscar mientras recuerda cómo su apartamento se empezó a caer.
Rebeca se tapó la cara en un gesto de desolación. Óscar la abrazó por detrás. El piso se colapsó. Se escuchó una especie de estallido. Ambos cayeron seis metros bajo tierra y quedaron atrapados entre los restos de un edificio de 15 niveles. Vivían en el departamento 114, en el piso de arriba de los locales comerciales, entrada D. “Fueron los únicos sobrevivientes de los pisos uno al seis”, explica el especialista Iván Salcido, autor del libro El terremoto de 1985. 30 años en nuestra memoria.
Salomón Reyes terminó su turno de trabajo en el estacionamiento de Banobras en Tlatelolco el 19 de septiembre a las siete de la mañana. Cuando iba de regreso a casa, departamento 1024 de la torre F, vio caer el edificio: “Sí, mi familia murió aquí. Siete hijos. Todos los que teníamos”, dice con la nariz crispada y repite: “Siete hijos”, como dando a entender que ni tres décadas, ni los años que le faltan por vivir a sus 68, le servirán para reponerse del frío, de la locura que le causó la muerte de Gloria Leticia, Miguel Ángel, Guadalupe Adriana, Mario Salomón, Jorge Daniel, Ricardo Ramón y Alma Celia. La más grande estudiaba Ingeniería Marina en la UNAM y la más pequeña acababa de cumplir 3 años.
Él estaba en el extremo sur cuando el edificio se desplomó y su esposa regresaba de comprar leche por el lado norte. Desde puntos cardinales opuestos vieron cómo su casa, con sus hijos dentro, se convirtió en una nube de polvo.
“Aquí se acabó todo”, dice Salomón 30 años después, en el jardín que se construyó donde quedaba el Nuevo León: “La muerte no ha de ser tan fea, ha de ser bonita. Pero quién quiere irse, dígame. Nadie. ¿Se quiere ir? Hay que vivir. Dicen que nos escapamos de un rayo, pero de la raya, jamás. De la raya, jamás. Jamás. Llega y llega”.
Cuauhtémoc Abarca tenía una cita a las 7:15. Un grupo de vecinos de Tlatelolco asistiría a la maratón de la ciudad de México el domingo 22, y ese jueves previo se habían citado para entrenar. Él vivía en el edificio Yucatán, a unos pasos del Nuevo León, y estaba calentando cuando se sintió mareado y oyó tronar los vidrios.
Todavía recuerda lo que vio: “Fue una imagen de pesadilla, como si el edificio fuera una maqueta y una mano invisible lo estuviera aplastando desde arriba”. No lo podía creer. ¿Quién podría imaginarse que un diseño del arquitecto Mario Pani, icono del modernismo mexicano, un complejo de tres módulos, cada uno de 15 pisos de altura, 135 metros de longitud, con 288 apartamentos, 36 locales comerciales y 105 cuartos de servicio se destruyera casi por completo —en 75%— en menos de cuatro minutos?
Mientras Salomón corría en busca del lugar donde solía estar su casa, Cuauhtémoc empezaba a reaccionar en ayuda de los sobrevivientes, Rebeca se despertaba del desmayo en medio de escombros, y su marido Óscar, a su lado, se daba cuenta que su brazo izquierdo había sido cercenado. Estaba sangrante, inservible.
—Gordito —le dijo Rebeca a Óscar— ¿Estamos muertos y en el infierno?
—No, estamos vivos, en el infierno.
Algo andaba mal en el Nuevo León. Las protestas de los vecinos que se dieron días después del terremoto señalaban a los culpables: “Fonhapo sabía/ que el Nuevo León se caía”, “El Nuevo León se cayó/Fonhapo los mató”. En el módulo central del edificio una manta decía: “Los vecinos demandamos la reparación del edificio”. Desde el sismo de 1979, cuando la estructura quedó dañada, los habitantes exigieron al Fideicomiso Fondo Nacional de Habitaciones Populares (Fonhapo) reparaciones vitales para la estabilidad de la edificación: reajuste de los pilotes de control, mantenimiento a las celdas de cimentación y que se recuperara la verticalidad.
“En este caso decimos que fue una muerte anunciada”, dice Cuauhtémoc Abarca, quien desde el 85 es uno de los protagonistas de las demandas vecinales de Tlatelolco, al explicar que el gobierno se negó a realizar los ajustes necesarios al Nuevo León.
Abarca recuerda textualmente el peritaje del edificio. “En las conclusiones los expertos apuntaban: los módulos 2 y 3 —central y norte— se hallan en contacto entre sí a nivel de la junta de construcción, y en el caso de que ocurra un sismo con componente longitudinal importante, corre el riesgo de derrumbe”. Fue lo que sucedió.
En el 79 se dañó, en el 81 se desocupó parcialmente para realizarle arreglos y en el 83 se volvió a ocupar sin que las demandas fueran satisfechas.
Cuauhtémoc golpea las palmas de sus manos entre sí, como si aplaudiera, como si su mano derecha fuera el módulo norte y la izquierda el módulo central del Nuevo León esa mañana de septiembre del 85. Clap-clap-clap. “Una mole de 600 toneladas de concreto pegándole a otra de las mismas dimensiones —el ritmo de las palmas aumenta—, un edificio estaba recostado en otro. Nada aguanta eso”.
“Entraba en un bar”, dice Óscar y especifica que no era cualquier cantina, era un bar elegante, de esos que tienen meseros con uniforme y corbatín, camisa blanca y mandil. Se sentaba en la barra de madera, frente a la exposición de licores y un señor le decía:
—Tenemos las mejores cervezas de exportación.
—Quiero agua simple —contestaba Óscar.
—¿Una cerveza nacional? —insistía el mesero y sacaba un vaso escarchado.
—Quiero agua —repetía Óscar.
—¿Agua mineral?
—Agua de cisterna.
“Agua de cisterna”, vuelve a decir Óscar y se ríe de las alucinaciones que le causaban el encierro, el dolor, la sed, la desesperación. La boca se le despellejaba y la necesidad de tomar agua se acrecentaba.
A la sed constante, la incapacidad de medir el tiempo, el silencio que crecía por la muerte paulatina de otros bajo los escombros, se sumaban otras preocupaciones: Óscar pensó que además de haber perdido su brazo izquierdo —era zurdo— también se le había reventado un ojo, su oreja y su ceja izquierda, que le llenaba la cara de sangre. “Yo sabía que era cuestión de tiempo para que me desangrara y muriera. La incertidumbre era cuándo. No quería dejar a Rebeca con un cadáver como compañía”, dice.
Para mitigar el dolor del brazo, por ejemplo, a veces cantaba y se burlaba de su situación. “Había una canción de Emmanuel: ‘Todo se derrumbó, dentro de mí, dentro de mí, mira mi brazo, como se quiebra, mira…’”. Tenían entre un metro y un metro 10 de espacio para moverse, calcula Óscar, quien recuerda cómo poco a poco se fueron quedando con menos área libre, como si la marea de polvo y cascajo subiera y amenazara con ahogarlos. Óscar estaba enterrado hasta las rodillas, en una posición intermedia entre sentado y acostado; Rebeca estaba a un costado de él, separada por una columna. Sólo se podían tocar la pantorrilla.
Entre el eco de una canción desesperada, las alucinaciones, los dolores, el sueño intermitente, Óscar escuchó un llamado a los sobrevivientes: “Si hay alguien con vida, que toque con una piedra” y se repitió “Si hay alguien con vida, que toque cinco veces con una piedra”: Toc-toc-toc-toc-toc.
“Entre los escombros se metieron largas culebritas, una especie de cables que en el extremo tenían parlantes y micrófonos para detectar sobrevivientes”, relata Abarca sobre el mecanismo para detectar personas con vida después del tercer día de búsqueda.
“Decíamos a través del sonido: ‘Atención sobrevivientes de la entrada D, sabemos que están ahí. Si nos escuchan, cuando yo deje de hablar golpeen el muro que tengan más cerca cinco veces seguidas’. La respuesta la veíamos en una especie de pantalla de electrocardiograma, cada pico era un golpe de piedra, la señal de que había un sobreviviente”, explica Abarca.
A Óscar y a Rebeca los encontraron así: “Piedras eran lo que nos sobraban”, dice. Tocaron cinco, 10, 15, 20 veces con el fin de que los expertos pudieran reducir el área de búsqueda y determinar su ubicación exacta.
“Se tardaron mucho”, dice Óscar sobre lo pesadas que fueron las últimas horas. “Yo pensaba: si nos tienen ubicados, por qué se demoran tanto en venir por nosotros”. Pero la espera rindió frutos. “Sentí un jalón, un dolor en el brazo”, relata Óscar sobre el momento exacto en que tuvo contacto con los rescatistas.
Los ayudantes llegaron por detrás, lo tomaron por las axilas, lo empezaron a jalar hacia la salida. Respiró fresco. Vio un poco de la luz de las dos de la tarde del lunes 23 de septiembre de 1985. Lo taparon con una sábana para protegerle sus ojos acostumbrados a la oscuridad, después sacaron a Rebeca, quien sólo tenía moretones y la uña del dedo gordo del pie lastimada. A Óscar lo tras- ladaron en helicóptero de emergencia al hospital de Xoco.
Hace 30 años que Óscar no volvía a Tlatelolco y su historia la cuenta precisamente desde aquí, del lugar que le cambió la forma de explicarse la vida. Recorre el espacio donde estaba el edificio Nuevo León en un intento de recordar su vida cotidiana a los 29 años, y dice: “Mi departamento quedaba justo aquí, a la altura del asta de la bandera de México que sale de la comandancia de policía”.
Este norteño de casi 1.90 de estatura, 60 años, abundante pelo canoso, manco del brazo izquierdo, sonríe frente a la caseta de vigilancia y parece recordar la frase que le dijo al médico del hospital que lo recibió en trance agónico, con cuarto grado de deshidratación, agotada la reserva de sangre, fiebre e inicio de gangrena en la extremidad izquierda: “No estoy feliz porque estoy así, estoy feliz porque estoy aquí”.