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Los Ángeles, California
La garita de San Ysidro es el cruce fronterizo más transitado del mundo. El punto que conecta Tijuana y San Diego recibe cada año a más de 30 millones de personas que van de México hacia Estados Unidos. También es el que recibe la mayor cantidad de deportados en el sentido opuesto. Los llevan en autobuses desde un centro de detención, con frecuencia en San Diego o en Los Ángeles, y los bajan en la línea junto a una puerta giratoria de barrotes horizontales de metal. Uno a uno los deportados ingresan en ese tiovivo metálico. Al salir, ya están en territorio mexicano.
Uno de cada cinco de los 1.8 millones de mexicanos que las autoridades de inmigración estadounidenses han deportado en los últimos diez años, ha regresado a México cruzando esa puerta. Esas más de 350 mil personas llegan a un sitio que la mayoría no conoce, en donde no hay un indicio de dónde pasar la noche, dónde encontrar la siguiente comida, qué hacer ahora. Algunos son deportados unas horas o pocos días después de haber cruzado hacia Estados Unidos y son detenidos por la migra en pleno intento de llegar a una ciudad grande donde puedan mimetizarse; si acaban de estar en el lado mexicano de la frontera, cuando son deportados más o menos saben a dónde moverse. Otros han pasado toda su vida en Estados Unidos; han crecido, estudiado, hecho amigos, iniciado una vida profesional y proyectado su futuro en este sitio, hasta que un día los “regresan” a un lugar que les es desconocido. A estos jóvenes adultos, que llegaron como indocumentados siendo niños, se les conoce como dreamers.
Aunque técnicamente los dreamers son extranjeros indocumentados en Estados Unidos, también pueden definirse como jóvenes estadounidenses sin un documento que les reconozca dicha identidad. Son estadounidenses como consecuencia de una decisión familiar de migrar a ese país de la que ellos, en la mayoría de los casos, no tomaron parte. Inician una vida familiar, social, y académica a la que pronto se adaptan, como cualquier otro chico o chica de su edad. Su infancia transcurre en relativa calma, hasta el día en que se gradúan de la preparatoria. Entonces, en el momento de pensar en el futuro, enfrentan una disyuntiva: pueden hacer una carrera universitaria en Estados Unidos –pagando elevadas tarifas, ya que no cuentan con los apoyos financieros a los que tienen acceso los residentes o los ciudadanos– y bajo el permanente riesgo de deportación que ello implica– aunque saben que no podrán trabajar legalmente cuando terminen; o pueden volver a su país de origen y tratar de ingresar a la universidad ahí.
Quienes eligen la segunda opción tienen que habérselas con burocracias que les impiden seguir desarrollándose; con múltiples dificultades para incorporarse a un sistema que conocen poco o nada y, en ocasiones, con una sociedad que los rechaza por venir de otro país. La falta de dominio del idioma español, la ausencia de referentes culturales y la lentitud del proceso de adaptación, se convierten en obstáculos aún mayores que los que enfrentaron en el país donde eran indocumentados. La sensación de falta de pertenencia crea una crisis de identidad y frena su crecimiento personal y profesional.
Además del posible retorno voluntario, existe otra situación que comúnmente padecen estos jóvenes: el regreso a su país de origen como producto de una deportación. Entonces la inexistencia de mecanismos efectivos para facilitar su incorporación es la principal limitación para reiniciar su vida. Llegados a Estados Unidos a corta edad, algunos incluso a meses de haber nacido, en ocasiones los dreamers no recuerdan su país de origen ni conocen a nadie. “Vuelven” a un país que les es ajeno, en el que tampoco tienen documentos y en el que ni gobierno ni sociedad están listos para recibirlos.
Reclutados en call centers
Nancy Landa es "migrantóloga". El término, acuñado por un grupo de académicos dedicados al estudio de la migración encabezados por Leticia Calderón Chelius, jefa del área de Sociología Política y Económica del Instituto Mora en la ciudad de México, le viene a Nancy como traje a la medida. En 2014 finalizó una maestría en Migración Global en la Universidad de Londres, pero su conocimiento del fenómeno va más allá de esa credencial académica: Nancy ha vivido personalmente los claroscuros de la experiencia migrante y las consecuencias de la falta de políticas públicas para apoyar a esta población. Ella misma es una dreamer. Llegó a Estados Unidos cuando era apenas una niña, y fue deportada a México –por Tijuana, la garita de los viajes sin retorno– 20 años más tarde. Su experiencia la llevó a reiniciar su vida en México, un país en el que no tenía nada y no conocía a nadie, y a descubrir que era extranjera, una alien, también en su país de origen. A diferencia de otros migrantólogos, Nancy es experta en el fenómeno migratorio desde sus dolidas entrañas.
La familia de Nancy migró a Estados Unidos cuando ella tenía 9 años de edad y su hermano 7. Casi no recuerda su infancia en México, apenas las condiciones de carestía y el hecho de que su padre se iba a trabajar por largas temporadas al otro lado, a California, para enviar dinero a la familia. Pero cuando regresaba a México no le alcanzaba para nada, así que un día decidió ya no volver. La madre de Nancy les anunció entonces que se se irían con él. Era abril de 1990.
La familia cruzó por Tijuana, llegó a la zona metropolitana de Los Ángeles, y se asentó ahí. A pesar de no hablar inglés, los niños Landa se adaptaron rápidamente y empezaron a ir a la escuela de manera regular, a rehacer su vida. La niña Nancy se convirtió en la joven Nancy que entró a la universidad, fue presidenta de la Asociación de Estudiantes y se graduó con honores.
Mientras eso ocurría sus padres, conscientes de la situación que sus hijos indocumentados enfrentarían al terminar la escuela o al solicitar un trabajo, empezaron a buscar asesoría legal. Cayeron en manos de una notaria que hacía mancuerna con un abogado, y quien les dijo que presentando una solicitud de asilo político, la familia podría quedarse legalmente en el país. Este recurso, utilizado con frecuencia por abogados sin escrúpulos que cobran grandes montos por el trámite, sólo funciona para quienes llegaron a Estados Unidos huyendo de un peligro de muerte. Al inicio del proceso se otorga a los solicitantes un número de seguro social y un permiso de trabajo temporal mientras un juez decide su situación; pero una vez que resulta imposible probar el “miedo creíble” –término legal en el proceso de asilo–, los solicitantes son deportados. De esta parte se enteran las familias hasta que reciben una orden de deportación; usualmente para ese momento ya han perdido el contacto con los abogados.
Este fue el caso de la familia Landa: por unos años, mientras se resolvía el caso en cortes, Nancy pudo finalizar su carrera universitaria e incluso obtener un empleo; hasta que la solicitud fue negada. Esto provocó que el estatus migratorio de la familia quedara en evidencia. La única esperanza para Nancy y su hermano era que, antes de ser deportados, el Congreso aprobara la ley DREAM Act, “congelada” desde el año 2001, pero eso no ocurrió: en 2009 los agentes de Inmigración llegaron primero.
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En agosto de 2001 se presentó en el Congreso de Estados Unidos la iniciativa de ley conocida como DREAM Act. La palabra dream, sueño, es un acrónimo de Development, Releif and Education for Alien Minors (DREAM) Act. Esta propuesta legislativa busca solucionar la situación migratoria de más de un millón y medio de jóvenes que llegaron a Estados Unidos como menores de edad indocumentados. Algunos de los requisitos para acceder a dicho beneficio son haber llegado al país antes de los 15 años, haber permanecido al menos 5 años en él y completar 2 años de educación superior o de servicio en las fuerzas armadas, y no contar con antecedentes criminales. La iniciativa se ha sometido a votación varias veces a lo largo de los años, pero sin lograr el consenso necesario para su aprobación. En 2010, la ocasión en que ha estado más cerca de convertirse en ley, se quedó corta por cinco votos en el Senado.
Dado que la propuesta no ha logrado convertirse en ley, los jóvenes dreamers siguen lidiando con la amenaza de la deportación, con la dificultad para seguir estudiando en Estados Unidos y con la perspectiva de una vida sin personalidad jurídica. Más del 70% provienen de México. Para ellos, volver a su país para continuar sus estudios debería ser una opción.
Actualmente todos los niños que viven en Estados Unidos, sin importar su estatus migratorio, reciben los primeros 12 años de educación de manera gratuita, pero no existe en la ley una alternativa para que los estudiantes puedan regularizar su situación migratoria ni apoyos financieros para que sigan estudiando después de la preparatoria –es decir, pueden ir a la universidad, pero por no tener acceso a los apoyos financieros de ley, deben hacerlo pagando tarifas como extranjeros, montos que resultan muy elevados para una familia indocumentada–. Esta “laguna” legislativa afecta a más de 700 mil jóvenes indocumentados mayores de 18 años, y a otros 900 mil menores que se encontrarán en un limbo legal una vez que lleguen a la mayoría de edad.
El 15 de junio de 2012 el gobierno de Barack Obama anunció un programa de Acción Diferida para Menores, conocido como DACA, para que, siguiendo criterios de selección muy similares a los de la DREAM Act, los Dreamers pudieran tramitar un permiso de trabajo con vigencia de dos años y un número de Seguridad Social. Esta medida los protege de un posible proceso de deportación, les otorga acceso a algunos financiamientos para quienes deseen seguir estudiando y les permite trabajar legalmente. Sin embargo, está lejos de resolverles su situación migratoria, ya que no otorga una residencia temporal o permanente ni un camino a la ciudadanía . La medida, además, es reversible en cualquier momento.
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A Nancy la detuvieron un 1 de septiembre. A las 11:00 de la mañana ingresó al centro de detención en Los Ángeles y seis horas más tarde fue transportada a bordo de un autobús blanco, sobre el Freeway 5, que llega a la frontera con México. Momentos antes de cruzar, las autoridades estadounidenses le dieron un documento con su número de alien, de extranjero deportado, y una bolsa de papel donde encontró las pertenencias que llevaba cuando fue detenida. Cruzó la puerta giratoria de metal y un paso la separó del mundo que conocía. Bienvenida a México.
“Te enfrentas a un mundo de obstáculos porque en realidad tienes que empezar toda una vida en un país que es tuyo y según tienes derecho, por ser mexicano, a todo lo que te ofrece”, recuerda Landa.
Morena, curvilínea, con una cabellera negra y larga que crea un marco ondulado en torno a su mirada brillante, la encuentro sentada junto a un ventanal enorme que se llena con las líneas rectas de una calle en el centro de la Ciudad de México, el lugar donde reside hoy, a 5 años de su deportación.
“El problema es que llegas y no tienes documentación. Muchos de nosotros que estuvimos 10, 20 años allá, a veces lo único que tenemos es un acta de nacimiento, pero aquí necesitas más para empezar a trabajar. Por ejemplo, para todo te piden tu credencial del IFE, y al no contar con ella demoras en tener lo básico para rentar un departamento o un espacio donde vivir, buscar un trabajo, sacar un pasaporte, revalidar tus estudios; es como un efecto dominó con todos los retos que enfrentas por no tener documentación”, explica.
Nancy se encuentra hoy en una situación muy diferente, pero aún deja entrever su frustración cuando habla del tema: de las trabas institucionales y, sobre todo, del reto social.
“Es difícil para muchos que ya tenemos un nivel de capacitación, llegar a un trabajo y que puedas ejercer tus habilidades, especialmente porque todo se mueve siempre con conexiones y a quién conoces; aquí en México se da más. Entonces, cuando vienes de una comunidad, o tus papás vienen de otra categoría socioeconómica y tú ya quieres ejercer tu carrera si la terminaste allá, es difícil”.
A pesar de haberse graduado con honores en Administración de Empresas en la Universidad de California Northridge (CSUN), y de tener experiencia laboral en organizaciones civiles y en instancias de gobierno, Nancy tuvo que entrar a trabajar contestando llamadas telefónicas en un call center, una labor para la cual estaba sobrecalificada. Más tarde descubriría que estos sitios, centros de atención de llamadas telefónicas para grandes empresas estadounidenses que dan servicio desde México u otros países para bajar los costos de operación –pues pueden pagar salarios menores que los que pagarían en Estados Unidos–, son los lugares de trabajo de buena parte de quienes regresan al país en una situación como la de ella.
No existen suficientes datos estadísticos que permitan determinar las características de los migrantes retornados por grupo de edad. Sin embargo, Jill Anderson, becaria del Centro de Investigaciones sobre América del Norte de la Universidad Nacional Autónoma de México y autora de Los otros Dreamers (2014), libro que analiza este tema, calcula que cerca de 500 mil jóvenes entre 18 y 35 años han vuelto a México desde 2005 y después de haber vivido en Estados Unidos durante 5 años o más; éste último es, precisamente, uno de los criterios para ser considerado como dreamer.
Para quienes vuelven a México después de haber pasado la mayor parte de su vida en Estados Unidos, dadas las dificultades para comprobar su experiencia laboral o para revalidar sus estudios, así como la frecuente falta de dominio del español y/o de referentes culturales básicos, los call centers son una solución ideal. Basada en sus conversaciones con administradores de estos centros, Anderson estima que, al menos en la ciudad de México, 60 por ciento de quienes trabajan en estos sitios son deportados o retornados de Estados Unidos.
“Los call centers te ofrecen una oportunidad para empezar a trabajar y muchas veces pueden ser flexibles en ese aspecto porque hay otros tipos de trabajo en los que te piden experiencia en México, y si no has vivido en México o tenido nada en México cómo vas a aplicar para un trabajo así”, explica Landa. “Se enfocan en tu habilidad de ser bilingüe y, en términos de salario, te pagan más que si trabajas como laborador en una maquila, por ejemplo. Pero lo que hemos notado con compañeros es que muchos no te ofrecen un trabajo permanente. Es por contrato cada mes o cada dos meses y son outsourcing. Entonces tus derechos como trabajador son limitados, no te dan el IMSS u otros beneficios que por ley te tiene que dar una compañía aquí en México. Y no hay sindicatos, ese es otro problema; si lo planteas, te despiden. Tratan de tener un ambiente donde no puedas hacer ‘grilla’, como dicen aquí en México”.
Para Nancy, existe otro factor relevante que dificulta la inserción laboral en México: la discriminación. “Tratas de no escucharte pocho, o de afuera, y eso es difícil. El trato de la gente aquí con quien no se escucha mexicano es fuerte y te perjudica. Muchos hemos compartido historias de discriminación para encontrar empleo, o en la forma en que te tratan las instituciones cuando acudes para un trámite”, expone.
A la falta de sensibilidad social se suma la institucional. Una queja común entre los dreamers deportados o retornados es que no existe ningún tipo de orientación, información o guía para quienes regresan al país y deben realizar una serie de trámites. Quienes están familiarizados con el uso de internet y dominan el español pueden encontrar información en los sitios electrónicos de las dependencias del gobierno mexicano, aunque no siempre son muy amigables para sus usuarios.
“Pero muchas veces te encuentras que cuando ya acudes a la oficina, el trato o la información como que…” Nancy hace una pausa, busca la forma de expresar lo que quiere decir. “Yo tengo otra concepción de lo qué es un servidor público en Estados Unidos, y es muy diferente a lo que es un servidor público en México. Aquí te tratan como si te estuvieran haciendo un favor en lugar de servirte y darte la información que necesitas”, explica.
En su investigación sobre los dreamers, Anderson ha encontrado otro elemento común que les afecta: la dificultad para revalidar estudios. Un reporte publicado por el Consejo Nacional de Población (Conapo) y la Fundación BBVA Bancomer, indica que el 43.4 por ciento de los mexicanos entre 18 y 35 años de edad que retornaron en 2012 habían realizado estudios de preparatoria, se habían graduado o incluso contaban con algún grado universitario.
“Un empleo formal, así como la admisión en las universidades públicas y privadas, requiere la revalidación del certificado de preparatoria de Estados Unidos”, explica Anderson en la introducción de su libro Los Otros Dreamers, un compendio de testimonios y fotografías de 26 Dreamers deportados o retornados a México. “Para cumplir con los requisitos, los jóvenes deportados y los que regresan a México deben presentar los certificados y diplomas de su educación primaria, secundaria y preparatoria con una apostilla internacional, emitida en la entidad federativa estadounidense en la que fueron realizados, así como la traducción oficial de tales documentos, que suele ser muy costosa (…) Sin una red de apoyo trasnacional, recursos económicos, la determinación para enfrentar un sistema de gobierno extraño que suele parecer impenetrable, y un poco de suerte, muchos de los jóvenes deportados y retornados son confrontados con una realidad desconcertante, puesto que, como dicen algunos, ‘no puedo estudiar aquí y no puedo estudiar allá’”.
Nancy Landa enfrentó esa situación. En 2012, tras darse cuenta de que en la mayoría de las empresas le sería difícil ascender a puestos gerenciales, decidió que quería seguir estudiando y buscó la oportunidad de cursar una maestría. Le resultó imposible. Las instituciones académicas mexicanas a las que acudió no reconocían sus estudios de licenciatura; le exigían pasar por un proceso de revalidación que representaba invertir la misma cantidad de tiempo que duraba la maestría.
“Algunos amigos me motivaron para que buscara opciones para continuar mi educación en México”, narra Nancy en una entrada de su blog personal, Mundo Citizen. “Dado que era mi país de nacimiento, asumí que iba a recibir las oportunidades que no había obtenido fácilmente siendo una inmigrante indocumentada en Estados Unidos. Me obligué a mantener la esperanza en medio de la confusión que representaba iniciar una vida desde cero. Hice contacto con las principales universidades de Tijuana para preguntar sobre sus estudios de posgrado. Tras mi cuarta conversación con un representante universitario, me di cuenta de que enfrentaba un problema por haberme graduado de la licenciatura fuera de México. Mi diploma de la universidad estadounidense no podía ser completamente reconocido por la Secretaría de Educación Pública mexicana, lo que significaba que los años que invertí en mi educación allá no tenían validez aquí”.
Tres años más tarde, a principios de 2013, Landa encontró una alternativa en el University College de Londres, en el Reino Unido. Tras buscar una serie de apoyos financieros, en septiembre de 2013 comenzó su maestría en Migración Internacional. 15 meses más tarde se graduó.
“Es muy difícil”, concluye revolviéndose en el asiento, un poco impaciente. “Después de cinco años siento que he podido avanzar en ciertas cosas, pero decir que estoy regresando a casa o a mi país es difícil, porque mi casa fue Los Ángeles. Tengo memorias de mi vida en México, pero no es el país donde tengo raíces”.
Su vida en una caja
La experiencia de Nancy Landa resultó exitosa debido al particular temple de la chica, las relaciones que hizo durante su vida en Estados Unidos y una sólida red construida en Tijuana tras su proceso de deportación. Sin embargo, no todos los que regresan a México logran salir adelante. Las dificultades para rehacer su vida en sus lugares de origen cobran una elevada cuota para ellos.
Es común que los dreamers, al volver, se instalen en el Distrito Federal, Monterrey o Guadalajara, por ser los sitios en donde encuentran mejores oportunidades para capitalizar su bilingüismo. Y porque en muchas ocasiones el modo de vida de las urbes les resulta más natural que el de las zonas rurales de donde provienen, en las cuales ya no encajan. Adicionalmente, el regreso obligado provoca en los jóvenes estrés, depresión, ansiedad y conflictos de identidad. En ese sentido, el trabajo en los call centers, aunque dista de ser el empleo ideal sobre todo para aquellos jóvenes que han llegado a México con un grado académico, se convierte no sólo en un trabajo sino en un espacio de socialización en el que encuentran a otros que han pasado por un trance similar y con lo que comparten referentes culturales, experiencias, e incluso el idioma.
En estos centros el salario llega a ser de 45 pesos por hora, mucho más más que los 70 pesos diarios que otorga el salario mínimo en la ciudad de México, y cuentan con prestaciones como servicios médicos y vacaciones . Los chicos saben que no gozarían de estos beneficios en un empleo irregular en Estados Unidos, pero también saben que al no contar con un historial previo de empleo en México, al no poder revalidar sus estudios, al no dominar el idioma y carecer de algunos referentes culturales básicos, tampoco tienen muchas más opciones de ascenso después del trabajo en los teléfonos.
Miguel Ramírez Bucio tiene 22 y años y trabaja en Teletech, uno de los mayores call centers en la ciudad de México. Originario de León, Guanajuato, Miguel vivió en St. Louis, Missouri, durante 13 años, desde los 7 hasta los 20 años de edad. Fue deportado tras pasar un año y medio en prisión por haber participado en un robo a vivienda. Al salir de la cárcel le informaron que, a diferencia de quienes enfrentan un proceso de deportación regular –el cual tiene un “castigo” de diez años tras los cuales se puede solicitar una visa para volver a Estados Unidos–, su deportación era “de por vida”.
“Yo recordaba muy poco de México”, dice Ramírez Bucio con una mirada que trata de evocar un pasado que evidentemente no siente como propio. Esbelto, de piel morena, ojos y cabello obscuros, se encuentra sentado al pie del Monumento a la Revolución, en el corazón de la ciudad de México. El sol de la tarde cae sobre su rostro tras reflejarse en los amplios cristales que cubren el enorme edificio de Teletech, a unos pasos de nosotros. “Yo viví un tiempo en Michoacán cuando era niño, de ahí iba a León y de regreso… Recuerdo estar en el rancho de Michoacán y en la casa de León con mis abuelitos que ya fallecieron”.
A Miguel lo deportaron el 20 de abril de 2012. Lo subieron a un avión y llegó a la región fronteriza que separa El Paso de Ciudad Juárez. Le entregaron una caja con sus pertenencias, le dieron un par de minutos para cambiar su ropa y lo encaminaron al puente fronterizo.
“Mi sensación al entrar a México fue de miedo; miedo de no saber qué esperar, de que me tenía que adaptar, y no sabía qué hacer. Me encontraba perdido en un lugar donde no conocía las reglas- ni la gente ni la cultura… aunque sí sabía español”, recuerda. “Pero antes de eso yo no me consideraba un inmigrante. [En Estados Unidos] yo simplemente era otra persona en otro lugar y hasta ahí. Nunca tomé en cuenta que podía ser deportado, la verdad”.
Cuando Ramírez Bucio y los demás deportados que viajaban con él llegaron a Ciudad Juárez, “gente del gobierno”, como los describe él, ofreció llevarlos gratuitamente a la central camionera más cercana. Miguel aceptó y con el poco dinero que tenía tomó un autobús hacia Querétaro, y de ahí a León. Cuando llegó, buscó un cibercafé y a través de una computadora trató de localizar a sus familiares en esa ciudad. “Y pues fue una gran sorpresa para ellos, ¿no?”, dice sonriendo con un dejo de sarcasmo.
“Uno de mis obstáculos al entrar a México fue, para empezar, comenzar una nueva vida con gente a la que no había visto en 13 años. Otro es que sabía hablar español, pero no tanto como la gente de aquí”, recuerda. “Yo pensaba en regresar a Estados Unidos ¿eh? Pero el problema es que si quiero entrar de nuevo ilegalmente al país, al ser encontrado por inmigración me darían meses o años [en prisión] y me da mucho miedo. Todos mis sueños se me rompieron en dos, porque ¿qué chiste tiene lograr esos sueños si no va a ser junto a mi familia, si no me pueden ver triunfar?”.
Ramírez Bucio reconoce que cuando conoce a personas no les revela que viene de Estados Unidos o que fue deportado. Descubrió que podía trabajar en un call center y se mudó a la ciudad de México. Está satisfecho con su salario, el cual considera mejor “en comparación con los demás trabajos de aquí”. Y cuando se le pregunta sobre el futuro, no duda en responder: no sabe cómo pero, para él, el futuro no está en México.
“No sé cómo responder eso. Lo único que sé es que me gustaría estar otra vez en Estados Unidos con mi familia, ya sea ilegalmente entrando allá, pero pues tener un trabajo, viviendo una vida normal. Nada más”.
Un outsider
“Mi nombre, Peter o Pedro, depende de dónde estoy. Entre mis amistades me siento muy cómodo con Peter, sea aquí en México o en Estados Unidos; pero cuando me quiero tomar en serio, cuando estoy con una persona en la escuela o en el trabajo, me presento como Pedro, tal cual”.
Pedro Magallón tiene una sonrisa amplísima que contrasta con su piel morena. Es originario de Acapulco, Guerrero, de donde no recuerda nada: a los dos años de edad llegó a vivir a Santa Ana, California, y ese fue su hogar durante 18 años. Lo que le contaron es que después de nacer él, su padre tomó la decisión de irse a Estados Unidos, y después de un tiempo mandó por él y por su madre. Para él, Santa Ana era su hogar.
Pedro abre la puerta del departamento que comparte con su novia en una colonia céntrica de la ciudad de Guadalajara, Jalisco. Está en un cuarto piso, el último del edificio, por lo que ha sido fácil para ellos crear un pequeño huerto con hierbas aromáticas y algunos vegetales en un pasillo aledaño a la escalera que conduce a su vivienda. A simple vista, Pedro parece un chico feliz.
“En los Estados Unidos yo trabajaba y estudiaba. Era mesero en un asilo por la mañana y por la tarde iba al college”, relata con entusiasmo. “Desde la edad de 8, 9 años, yo estuve muy consciente de que no tenía papeles, no estaba ahí documentadamente. Entonces yo siempre estaba consciente de la realidad que estaba viviendo; como muchos dreamers que están allá, tenía la esperanza de que hubiera una respuesta del gobierno a mis preocupaciones, que nunca llegó”.
En 2008, con la crisis económica en Estados Unidos, la familia Magallón enfrentó tiempos difíciles. Eso, más la falta de certezas sobre lo que podría hacer con su vida al finalizar su carrera de Trabajo Social, empezó a generar dudas en Pedro sobre si alguna vez podría encontrar un camino para obtener la ciudadanía de ese país. Unos meses más tarde, las cosas dieron un giro inesperado: cuando estaba a punto de cumplir 21 años, Pedro fue acusado de abuso sexual, delito que, asegura, no cometió y por el cual estuvo 45 días en prisión. Al ser puesto en libertad, y debido a que carecía de documentos, las autoridades de inmigración intervinieron y, como ocurre con todos los detenidos, le ofrecieron la alternativa de firmar lo que se conoce como “salida voluntaria”: el inicio de un proceso de deportación que no requiere de la orden de un juez, sino de la voluntad del inmigrante indocumentado para salir del país. Pedro, quien llevaba semanas pensando en la posibilidad de volver a México, aceptó.
“Lo pensé como cinco segundos y dije ‘me voy, ya no quiero estar en corte, ya no más, me voy’”. Desde su celda, avisó por teléfono a su madre. Tres horas más tarde viajaba en el autobús rumbo a Tijuana. El 13 de abril de 2011 cruzó el torniquete metálico para llegar a México.
“Me sentí muy emocionado por estar en México, por ya no estar en la cárcel; también sentí miedo por no saber qué iba a enfrentar, a quién iba a conocer, pero hice lo más posible para ocultar el miedo en mí”, recuerda.
De Tijuana viajó a Guadalajara, donde se encontraba la familia de su madre. Empezó a vivir con una de sus tías y al poco tiempo se independizó. Tras intentar trabajar como maestro de inglés, encontró el empleo que le permitió rentar un espacio propio: en un call center de Teletech.
“Lo más difícil al llegar fue conocer los trámites. Yo nunca me había dado de alta en el seguro, nunca me habían hecho una carta de la policía, nunca he hecho todo lo que tienes que hacer aquí. Tuve que preguntar, batallarle, perderme, equivocarme. Y salir a la calle, convivir con las personas de la tienda o con la policía, también era difícil: me sentía fuera de lugar, no podía comunicarme bien; me sentía… no discriminado, pero si como un outsider. A veces me miraban raro, como que ‘tú no eres de aquí, ¿verdad?’, y no sé, como que yo lo tomé en mala forma; no fue propiamente como discriminación, pero yo lo sentí como si estuviera siendo atacado”, comenta.
Pedro hoy trabaja en una variante de call center. Desde su casa, a través de un programa de computadora, brinda servicio de traducción a personas que lo necesitan en Estados Unidos, lo mismo una llamada al 911, que a un banco o un prestador de servicios. La persona que llama pide a quien lo atiende en aquel país un servicio en español, y la conectan con Pedro.
“Creo que esto es algo que no se sabe en Estados Unidos, o al menos yo nunca lo supe: el nivel de outsourcing que se hace aquí en las ciudades grandes de México como Monterrey, Guadalajara, el DF. Hay muchas empresas que están contratando personas con conocimiento de inglés, poco español, y saber manejar la computadora; es todo lo que necesitas”, explica. “Un call center te paga de 39 pesos a 50 pesos por hora. Es más que lo que gana el señor que trabaja en la tienda de la esquina”.
Cuatro años después de su deportación, combinando su trabajo con sus estudios de psicología en una universidad particular, Univer, Pedro dice estar adaptado completamente a la vida en México. Asegura que no se arrepiente de su decisión. “Absolutamente no. Creo que si me hubiera quedado en Estados Unidos pagando fianza, abogados, arriesgándome a ser decepcionado, no hubiera tenido la oportunidad de crecer tanto como lo hice aquí en México. He aprendido mucho y he hecho amistades muy grandes; es algo que nunca lo tomo for granted; me encanta estar aquí y I wouldn’t trade it for a world”.
Sobre regresar a Estados Unidos, asegura que piensa en eso cada día menos. “Mis padres siguen ahí, mi hermana, mi familia inmediata ahí están todavía, en California; no he visto a mis padres en cuatro años (…) pero home is where you want to make it. Home is donde sea que te sientas cómodo. Si tú puedes encontrar un lugar donde estás bien, that’s where home is. Es muy difícil para personas que han vivido mucho tiempo en un lugar diferente, pero no es imposible”.
El anhelo de volver
Francisco Elías Fuentes tiene 24 años y se describe como un dreamer que fue deportado. Sentado bajo el sol que empieza a bajar hacia el mar, este joven originario del Estado de México tiene los pies puestos en el sitio que popularmente se conoce como “el último rincón de América Latina”. A unos pasos se encuentra el muro que separa Tijuana de San Diego, México de Estados Unidos, y a Francisco de su mundo. Un mundo al que este joven de tez obscura, bigote de señor y mirada de niño, anhela volver.
Fuentes fue deportado a México en 2012, y desde entonces la idea del regreso no abandona su mente. A principios del 2014 el joven, desde el mismo punto en el que se encuentra ahora, intentó regresar a Estados Unidos de manera legal. Junto con un grupo de 150 personas compuesto por padres deportados de niños estadounidenses y de dreamers, se presentó en la garita de San Ysidro como parte del movimiento que en redes sociales se popularizó con el hashtag #BringThemHome: mexicanos deportados que sienten que su hogar está en Estados Unidos y que, bajo esquemas de visa humanitaria o asilo, piden volver. A algunos de quienes lo intentaron les fue aceptado su caso y hoy enfrentan un proceso judicial en libertad en ese país, pero no fue el caso de Francisco, a quien le fue negada la revisión de su solicitud de asilo y fue deportado por segunda vez.
Francisco no entiende cómo es que hay “dreamers deportados que logran adaptarse a la vida en México; él no puede. Llegó a vivir a Carolina del Norte a los 5 años de edad –su primer recuerdo de Estados Unidos es el de su padre llevándolo a comprar una Happy Meal de McDonald’s– y ahí paso toda su vida. Como la mayor parte de los dreamers, Fuentes se acostumbró a escuchar los comentarios, un poco en broma, un poco no, de sus compañeros: “Eres un wetback, go back to Mexico, you don’t belong here”, pero encontró una manera de contrarrestarlos incorporándose al cuerpo de reserva del Ejército de Estados Unidos mientras estaba en la preparatoria y entrenando para convertirse en jugador de hockey. También obtuvo un empleo, se compró un auto y entonces ocurrió: un policía lo detuvo mientras manejaba sin licencia y su proceso legal culminó con su primera orden de deportación justo un día antes del día de su graduación de preparatoria.
“Cuando salí del centro de detención el año pasado [tras la segunda deportación] decidí quedarme en Tijuana para cruzar otra vez. Lo he intentado cuatro veces, y cada vez llego más lejos, pero siempre me agarran. Mi idea es volver con mis papás, con mis hermanas”, dice convencido. Habla con un español que le cuesta trabajo, y mientras lo hace, mira alrededor con un ligero desdén. La actitud corporal de Francisco, la mirada fija en el otro lado del muro, mandan un mensaje claro: no quiere estar aquí.
“Yo allá me sentía libre, trabajaba bien, me pagaban bien”, dice con nostalgia. “Si regreso al Estado de México voy a buscar uno de esos lugares donde puedes aplicar para irte seis meses a trabajar a Estados Unidos. Tal vez para mí sería mejor agarrar un trabajo así, trabajar seis meses allá, regresar a México, porque si no sale algo que me puede permitir estar allá bien, cada rato me tengo que estar cuidando. Ya vi cómo es la vida y ahora sí: nomás a lucharle pa’ salir adelante”.
Temas pendientes
En los últimos meses de 2013 y los primeros de 2014 el movimiento #BringThemHome –primero nueve jóvenes que serían conocidos como los #Dream9; dos meses más tarde un grupo conocido como los #Dream30, y después los conocidos como #Reforma150, el grupo del cual fue parte Fuentes– puso de manifiesto la profunda decepción de los dreamers por la falta de oportunidades en México: en el ámbito laboral y el educativo, en el caso de quienes han enfrentado un problema de salud o incluso para aquellos que han visto en riesgo su vida al encarar situaciones de inseguridad y violencia en sus comunidades de origen, para las cuales no se encontraban preparados . Algunos de ellos han sido víctimas de delincuencia, de bullying debido a su identidad binacional o falta de dominio del español, y de discriminación por parte de miembros de su comunidad o integrantes de su propia familia que siempre han vivido en México.
Estas historias se han vuelto cada vez más mediáticas y han contribuido a que en los meses recientes el tema sea abordado desde varias perspectivas: la académica, la política –con debates, por ejemplo, dentro del Senado y de la Secretaría de Relaciones Exteriores–, y con el acercamiento de las autoridades estadounidenses que han favorecido la visita a México de Dreamers que ahora pueden salir de Estados Unidos gracias a la Acción Diferida (DACA) instrumentada por Barack Obama. Sin embargo, en pocas ocasiones se toman en cuenta los puntos de vista o las experiencias de los Dreamers que ya se encuentran en territorio mexicano.
“Actualmente nos movemos más por activismo social, digital, y por el contacto a través de las redes, pero a futuro sí queremos empezar a hacer campañas que toquen los diferentes temas o problemáticas que nos afectan colectivamente”, explica Nancy Landa, quien a su regreso a México ha trabajado de manera cercana con el colectivo de Los Otros Dreamers, y ahora desarrolla un nuevo proyecto vinculado con la migración de retorno.
Agrega: “Necesitamos hablar de temas como la revalidación de estudios, pero también de los muchos casos de quienes quieren regresar a Estados Unidos para reunirse con su familia. Queremos atacar el componente emocional y el aislamiento que vivimos aquí en México, porque aunque se hable de algún programa institucional, esa otra parte no se ve. Se requiere cambiar la conversación sobre quién es un dreamer en México, y que la gente se sensibilice; que no nos llamen ‘mojados’ o ‘traidores que dejaron su patria’; este estigma con el que lidiamos por no haber estado aquí en México”.
Para la investigadora Anderson, la respuesta tiene que ver con la necesidad de que tanto el gobierno mexicano como el estadounidense asuman el papel que les corresponde en el reconocimiento de la identidad binacional de estos jóvenes. “Ambos gobiernos tienen obligaciones morales y legales de enfrentar las realidades de sus jóvenes; de reconocer lo que vive en sus corazones bilingües y biculturales, y de empezar a reparar el daño que se le está haciendo a sus futuros, a sus familias y a sus comunidades”, afirma.
La mayoría de quienes impulsan una agenda en favor de “los otros dreamers” coincide en los temas eje sobre los cuales se deberán centrar los esfuerzos en los años por venir. Entre ellos destacan la reinserción educativa –la revalidación de estudios a través de la coordinación en ambos países; la creación de iniciativas con universidades locales–; y la construcción de alternativas laborales y de capacitación. Tal y como se lo pregunta Landa, “¿cómo es que se dan becas para que estudiantes mexicanos vayan a otro país a aprender inglés, y a nosotros que estamos aquí y que ya lo dominamos, no nos emplean?”.
“Y mi petición sería para los dos lados de la frontera”, agrega Landa-. “Estamos hablando de organizaciones pro migrantes que apoyan en Estados Unidos, pero que no incluyen a los deportados como parte de la conversación de los derechos humanos de los inmigrantes en ese país. Existe la separación familiar, y si dices que vas a apoyar a los migrantes en Estados Unidos, también deberías incluir a sus familias deportadas o que están en México. Veo que se tiene que hacer un esfuerzo trasnacional para movilizar recursos y que nosotros podamos ser una red de apoyo para los que lo necesiten en un retorno forzado”.
–Landa está por finalizar la entrevista con una sonrisa satisfecha. En los 5 años posteriores a su deportación, se ha convertido en experta en el tema, pero también en una mujer fuerte, lista para enfrentarlo todo; incluso su propia nostalgia. “Yo sí anhelo regresar; si será de una manera permanente no lo sé, porque tendría que revisar mis planes profesionales y de vida, pero sí quisiera tener la opción. La sociedad de Estados Unidos te incluyó y fuiste parte de esa sociedad; eso te hace pertenecer. Para mí, la lucha es conseguir ser de aquí y de allá”.
* EL UNIVERSAL, la División de Estudios Internacionales y la Maestría en Periodismo y Asuntos Públicos del CIDE presentan, bajo los auspicios de la Fundación Ford, esta investigación que atañe a los gobiernos de México y Estados Unidos. Coordinación general: Carlos Heredia (División de Estudios Internacionales, CIDE) y Ricardo Raphael (Periodismo y Asuntos Públicos, CIDE). Coordinación de investigación y edición: Carlos Bravo Regidor (Periodismo y Asuntos Públicos, CIDE). Edición: Homero Campa (Periodismo y Asuntos Públicos, CIDE). Video: Diego Sedano. Este texto se publica también en Hoy Los Ángeles y Transborder Institute