periodismo.investigacion@eluniversal.com.mx
Don Ernesto recuerda que se sintió perturbado una tarde de abril de 2014, cuando escuchó las carcajadas de cinco granaderos que llegaron en caravana al complejo habitacional de Héroes Tecámac, Estado de México. Los uniformados bajaron del vehículo oficial, desenfundaron sus armas como si se tratara de un operativo y sacaron dos bolsas de la cajuela: de una asomaban botellas de cerveza. Don Ernesto escuchó cómo de la otra provenían intensos cacareos.
Poco después, un hombre alto, rapado, moreno y con gorro blanco salió de su casa con una botella en la mano llena de un líquido ámbar que sorbió sólo para escupirlo en la puerta de entrada. Luego tomó camino a la azotea, donde tres de sus compañeros golpeaban tambores y cantaban en otra lengua. Con la ayuda de otro oficial, el tipo del gorro sacaba gallinas de una de las bolsas mientras afilaban un cuchillo. Todos portaban placas de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal (SSPDF).
Atrincherado en un edificio contiguo, de pronto Don Ernesto —quien pidió el anonimato por temor a represalias— dejó de escuchar el cacareo de las aves y el tamborileo. Por medio de una ranura que se hizo entre las cortinas de su sala identificó a su vecino, oriundo de Tepito: cargaba un par de bolsas y a su paso dejaba un reguero de sangre. Las tiró a la basura como cualquier desecho casero y volvió al domicilio.
A pesar de que el maltrato animal está previsto en los códigos penales de 15 estados de la República y el Distrito Federal, donde las penas van de tres días a seis años de prisión, muchos animales (tanto de corral y compañía, como silvestres) son torturados y abandonados en la vía pública. “Es ridículo que tiren una caja con gallinas o perros degollados cerca de las cámaras instaladas por la SSPDF, sin que haya detenidos (...) Es una impunidad total”, lamenta José Luis Carranza, presidente del Frente Ciudadano Pro Derecho Animal (Frecda).
La Procuraduría General de la República (PGR) no registró un solo expediente donde se consignara el uso de animales con fines de ritos en el periodo 2007-2015 en todo el país, según un oficio obtenido vía la Ley de Transparencia.
La santería, como otros cultos y religiones, posee un estatus jurídico confuso en México, que permite una interpretación entre lo correcto (dentro del marco legal) y lo válido (según el dogma). “Si sacrifico un humano o un animal a pesar de estar prohibido, entonces mi creencia está afectando a otros”, argumenta Carranza.
Cementerios clandestinos
Las vías de los trenes parecen tiraderos de cadáveres. Sobre la avenida del extinto Ferrocarril de Cuernavaca, en la delegación Miguel Hidalgo, moscas y hormigas se alimentan de la carne descompuesta de perros, gatos, borregos, gallinas y gallos. Algunos cuerpos están en bolsas negras y otros en cajas de cartón. A causa de los ritos de brujería, hechicería, vudú o santería, todos están decapitados, con las patas amarradas o agujas clavadas.
“Aquí vienen a tirar la pura maldad”, dice un vendedor ambulante. A pocos metros un barrendero delegacional que observa los restos con desdén, admite su temor a contraer “aire” (las bacterias que se desprenden de los cadáveres cuando se secan) si los recoge. Frente a él, casi enterrados en los durmientes de madera, yacen tres osamentas de aves. Una de ellas, de tonos marrones, reposa en las piedras calientes de la calzada México-Tacuba.
Postales similares, cuenta, pululan en otros cruces de caminos, y los autores son santeros, sin importar que la Ley de Protección a los Animales del Distrito Federal prohíba de forma explícita el uso de animales en ritos. La cantidad que tiran a diario es desconocida, la PGR y la Profepa no cuentan con bases de datos.
Los cuerpos son abandonados en cruces de cuatro caminos, como las vías, pues los santeros creen que así las “vibras negativas” no pueden regresar a la casa de quien ejecutó el rito. Sin embargo, la primera persona que camina al lado del cuerpo del animal sí es vulnerable a ellas.
Los rituales
Mr. Tattoo saludó a la figura del orisha (deidad para los santeros) situada en la esquina de una pequeña imprenta en el municipio de Nezahualcóyotl, Estado de México. Dio tres golpes en el suelo, prendió un puro para esparcir el humo y escupió aguardiente sobre el santo.
Nicolás Campos, el propietario del local, recuerda que sin ninguna oración de por medio Mr. Tattoo comenzó a retorcer el cuello de una paloma de plumas grisáceas. El ave aleteó de forma desesperada durante ocho minutos, hasta que el santero logró desprenderle la cabeza y regar la sangre sobre el orisha. En ese momento no sólo la vértebra cervical del animal se quebró, sino también el convencimiento de Campos para seguir en la santería.
El sacrificio de animales en la religión Yoruba es una ofrenda que se brinda a uno o más orishas para pedir lo que la imaginación del solicitante alcance: amarres, enfermedades, curaciones, venganza, muerte.
Campos se inició en la santería durante una mala racha económica en 2010, cuando sus ventas cayeron. Había conocido a César, Mr. Tatoo, un joven con el cuerpo poblado de tatuajes, porque era compañero de gimnasio de su esposa. El ritual de iniciación se limitó al esparcimiento de humo de tabaco y rociadas de agua bendita mezclada con colonia en el local. En los días siguientes, cuenta, el capital comenzó a fluir.
Tres meses después, Campos adquirió una figura del orisha Elegguá, divinidad que cierra y abre caminos. Su representación es la de una roca de concreto con cuatro conchitas cubanas incrustadas, las cuales forman dos ojos, nariz y boca, colocada en un plato del mismo material.
Las humeadas de tabaco continuaron, ahora acompañadas de aguardiente. El desencuentro llegó cuando, según Mr. Tattoo, a Elegguá ya no le satisfacían el tabaco, los dulces y los líquidos; precisaba sangre de animal.
En la santería el sacrificio de animales es fundamental, pues la sangre representa energía y vida. Se cree que una limpia con el cuerpo de una especie absorbe problemas y malas vibras. Los animales son variados, alrededor de 20, y la elección depende del preferido en vida por el orisha. Oshun, divinidad del amor, era amante del ternero, pero otros gustaban de comer perros, gatos, gallinas, gallos, palomas, ratas, cabras, toros, borregos, zarigüeyas, ñus y leones.
Aunque cuestionaba la necesidad del sacrificio, Campos cumplió lo acordado. Después sabría en una escuela de santería que Mr. Tattoo no tenía el grado religioso para efectuar el rito.
Sentado en un sillón, Campos —un hombre moreno, delgado, con no más de 1.70 metros, ojeras casi delineadas, voz suave como de niño, ataviado con jeans bombachos y playera holgada— abre en su totalidad los ojos, todavía con asombro, cuando recuerda esa postal, al tiempo que acepta haberse sentido culpable de cambiar la vida de un animal por dinero.
Superstición en la Profepa
No son católicos ni visitan la iglesia los domingos, pero Cristóbal y Hugo son dos agentes de la Profepa que se rocían agua bendita antes de cualquier operativo en el que asegurarán animales silvestres “trabajados” (partes de sus cuerpos destinados a cultos). Con eso dicen sentirse protegidos cuando los brujos lanzan “males de ojo” o deseos de muerte a sus familias.
Cuando terminan su trabajo, acomodan las piezas en la acera y toman fotografías. La mayor parte son colas de zorros, pieles de serpientes, caparazones de armadillos y báculos hechos con patas de venado, de los cuales cuelgan gorriones mexicanos o colibríes disecados. “No se sistematiza esa información”, dice tajante Hugo, quien además agrega que los animales disecados son destinados a museos, mientras que los “trabajados” son destruidos.
Hace cuatro años, Cristóbal presenció en el tianguis de Cuautitlán de Romero Rubio —con 200 años de antigüedad— que una vendedora escondía debajo de su rebozo decenas de patas de tlacuache recién mutiladas. Con ese aspecto sanguinolento, explica, se meten en bolsitas de fieltro color negro, morado y rojo, que se cuelgan como collares para protección, amor y venganza. En Juchitán, Oaxaca, se utilizan los huevos, las cabezas y los caparazones de las tortugas como amuletos, relata Hugo, quien apunta que la solidaridad en los pueblos no permite las inspecciones. “Sólo venadeamos (vigilar) y aseguramos lo que podemos en segundos, porque aquí sí te linchan”, comenta. Los animales de compañía o domésticos son descabezados, por ejemplo, en cuevas de Catemaco, Veracruz —entidad que celebra el Congreso Internacional de Brujos—, y las especies silvestres se emplean como productos de hechicería. Es común el uso de sapos, escorpiones, monos, coatis, venados, tlacuaches, zorrillos, búhos, entre otros. Se venden frescos, deshidratados, taxidermizados o triturados en polvo.
“Trabajamos lo que tú pidas”, reza un volante en el mercado de Sonora, en el DF, que omite el uso de animales cercenados. Los mismos papeles se esconden los martes en el mercado de Cuautitlán de Romero, entre velas, figuras de santos y plantas. Hombres y mujeres pagan por separar matrimonios, por salaciones, entierros, curaciones y mandar enfermedades.
“No hay denuncias formales por brujería”, coinciden los servidores, cuyos nombres fueron cambiados pues temen ser despedidos. Pese a que un boletín emitido el 31 de octubre de 2011 constató que cinco sujetos fueron detenidos por tener animales “preparados para brujería” en el mercado de Sonora, la Profepa dijo —vía transparencia— que no hay expedientes bajo estos “supuestos”. Hasta el cierre de edición no atendieron a la solicitud de entrevista.
Estos aseguramientos, dicen, iniciaron en el sexenio del ex presidente Felipe Calderón, pese a que la Profepa negó en el oficio operativo alguno desde 2007. Hugo rompe el mito y abre una foto en su laptop: es un colmillo de elefante, un marfil decorado de piedras verdes y rojas que reposa en un estante de Sonora. La observa unos segundos y después rompe el silencio: “Aseguramos más animales muertos que vivos”.
Lo que dicen las leyes
En México, 15 estados y el DF tienen códigos penales contra el maltrato de animales. En las demás entidades no es un delito dañarlos o matarlos.
jram