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Camino a Ocurague, un rancho en la Sierra Madre Occidental del municipio de Sinaloa de Leyva, se observan los tubos negros de regadío que transportan el agua hasta los campos de amapola. Dos hombres armados, uno con un AK-47 y otro con una escopeta, cruzan a pie por la terracería, y a los pocos minutos un lugareño que había recibido un aviso por radio custodia la camioneta de los periodistas a bordo de una cuatrimoto. En la entrada de esta comunidad de unas 100 familias hay tres casas: en una de ellas, de dos pisos, sólo se ven los restos de un incendio, un par de fotografías de las hijas de la dueña y unos vestidos viejos calcinados; en otra crece un cerezo que da frutos para nadie —el propietario sólo va de vez en cuando a limpiar la vivienda—; la tercera, en la que el vidrio de un ventanal sigue roto, está habitada por una familia que acaba de volver a casa después de más de dos años de exilio.
Hasta noviembre del año pasado, Ocurague —que significa yacimiento de agua— era un pueblo que la violencia del narcotráfico había convertido en fantasma. En enero de 2012, después de que una familia fuera asesinada por el crimen organizado, la comunidad abandonó sus tierras. “De otras comunidades nos avisaron que nos escondiéramos porque nos iban a matar. Llegaron unas 15 personas. Ellos nos dijeron: ‘O te unes a mí o vete’”, relata el hombre de la cuatrimoto, de grandes ojos azules y pelo castaño, que al igual que su familia pide el anonimato por temor a represalias de los narcotraficantes. “Quemaron casas, el cultivo quedó tirado y se llevaron todo. Lo que no se llevaron ellos se lo llevaron los guachos [militares]. Tuvimos que traer cucharas y platos”, dice la madre del hombre de los ojos azules.
Los postes de luz no tienen cables porque la violencia cortó una obra que nunca se reanudó. Tampoco hay animales, apenas unas cuantas crías de gallina. Las avionetas, dice uno de los niños de la vivienda habitada, sobrevuelan con frecuencia. Él quiere ser piloto cuando crezca. Para irse lejos. Un tercio de las familias, según cálculos de lugareños, han vuelto a su rancho.
“Hay que ser sinceros. Muchos no regresaron porque tomaron partido por un grupo o por otro [como pistoleros], nosotros nos fuimos porque es mejor perderlo todo que perder la vida o meterte a esas cosas”, dice el hombre de la cuatrimoto.
A partir de 2011, el recrudecimiento de la guerra entre el Cártel de Sinaloa y los Beltrán Leyva, antiguos aliados, elevó la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes a 30.17, según la Procuraduría General de Justicia del Estado de Sinaloa, y provocó el desplazamiento forzoso, según la Comisión de Derechos Humanos de la entidad, de unos 25 mil habitantes del Triángulo Dorado —frontera serrana entre Sinaloa, Durango y Chihuahua, la segunda zona de producción de amapola del país, por detrás de Guerrero—.
“Fue desestabilizante. Tienes una población y llega otra. Los grupos los echaban y algunos se venían sólo con lo puesto”, cuenta Omar Ortiz, en aquella época síndico de Surutato, un pueblo del municipio vecino de Badiraguato que sirvió de refugio a decenas de desplazados. Muchos, algunos familiares, prestaron sus casas para acogerlos. En la escuela se habilitaron pupitres para los niños.
Allí se asentó uno de los cuatro hombres que hablan en la única tienda de abarrotes —la otra está quemada— de San José de Los Hornos, otro pueblo de la Sierra Madre, a media hora de Ocurague. Le mataron a su sobrino. “Dormíamos en la falda del monte como animales”, dice mientras señala el cerro que rodea San José. Los narcos asesinaron también a otro joven en la salida del pueblo a principios de 2012 y dejaron un mensaje: los Beltrán Leyva tomarían represalias contra cualquiera que estuviera con El Chapo Guzmán.
Cuando los homicidios bajaron —la tasa actual es de 14.78, 50% menor que la de 2011—, cerca de la mitad de los habitantes del pueblo decidieron regresar de la diáspora que los había llevado a las ciudades principales de Sinaloa y al estado vecino de Sonora. “No teníamos para dónde agarrar”, explica otro de los señores, que luce un gorro de ranchero. En el exilio, la mayoría vivía en condiciones miserables y tenía dificultades para adaptarse a la vida urbana. Desde el mismo monte donde dormían los días previos a abandonar sus comunidades, temerosos de que los mataran, vigilaban cada tanto la situación para saber si quienes los echaron se habían ido: “Ya hace tiempo que no los vemos [a los traficantes]. Antes de que empezara la violencia pasaban siempre por aquí, pero no hacían nada. Ahora van por la ruta a Guamúchil, ahí está lleno. Y si va más allá de Ocurague seguro lo balean”.
—¿Ahora no tienen miedo de que vuelva a ocurrir lo mismo? —se le pregunta.
—Ya hemos aprendido a correr —dice.
No hay condiciones para volver
La paz del miedo que se vive en estas comunidades, sin embargo, no se ha extendido a toda la sierra. En otras zonas, como en el municipio de Choix, en el norte de Sinaloa, los enfrentamientos abiertos continúan. “Los hombres van a veces a mirar, pero la cosa sigue igual”, dice una adolescente de etnia rarámuri, que en julio de 2013 abandonó El Saucito, una comunidad serrana, después de noches escuchando balaceras. “Había muchas personas armadas”, explica. Ella no se plantea regresar, a pesar de que su familia vive hacinada junto con otras tres en dos cuartos desvencijados de la cabecera municipal.
“En la sierra de Choix hubo un enfrentamiento entre dos grupos, que arrojó una gran cantidad de muertos a partir del 30 de abril de 2012. Según los vecinos, fueron unas 200 personas en una semana”, dice Óscar Loza, comisionado de Enlace con Instituciones de la Comisión de Defensa de Derechos Humanos de Sinaloa. “Y ahora el gobernador ha sido frívolo. Dijo que la gente podía regresar —continúa Loza. Siempre recuerdo lo que un colega del Instituto Interamericano de Derechos Humanos dijo cuando vino aquí: ‘Están pasando las primeras etapas de lo que pasó en Colombia con el problema de los desplazados’. No hay condiciones para volver. Una familia que vivía en Guamúchil intentó regresar a San José de los Hornos y los mataron a los tres. Otro chico que trabajaba en Culiacán regresó a su casa, estaba a 200 metros de un retén de soldados y lo mataron con un cuchillo. Tenemos registradas ocho personas asesinadas mientras intentaban regresar”.
El impulso de una ley
Esperanza Hernández, quien se ha convertido en cabeza visible de un problema invisible [el gobierno no reconoce legalmente a los desplazados], ha ido a la ciudad de México y a Nueva York a pedir justicia para los que viven su situación, pero tampoco ha regresado a casa.
Los dos diputados del PRD en el Congreso de Sinaloa impulsaron una ley el mes pasado para el reconocimiento de esta problemática. “Es una verdadera tragedia. Migran a las ciudades sin condiciones de salud, trabajo, vivienda. Viven arrimados. Estamos planteando esta iniciativa para que las autoridades cumplan con los servicios básicos y para que estén obligadas a conservar las tierras de los desplazados”, explica Imelda Castro, una de las impulsoras de la ley. “Sabemos que van a bloquearla porque somos minoría, pero es un problema que hay que visibilizar”.
Desde el día en que Hernández abandonó Ocurague con un poco de ropa y las fotos de quinceañera de sus dos hijas que lucen en la sala de su modesta casa de Guamúchil, ha subido a la sierra dos veces. La primera en mayo de 2012: vio un lugar desierto, saqueado, una narcocomunidad, como ella la llama. En su segundo intento, en agosto de 2013, pidió apoyo al Ejército porque temía por su seguridad. A Hernández le secuestraron a su hijo, de 20 años, durante unas horas. Ahora un policía guarda la puerta de su vivienda, “aunque no sé que va a hacer si vienen ellos”, ironiza. “Pero cuando llegamos a Surutato los militares no estaban y decidimos seguir solos”, rememora.
“En San José —continúa Hernández— nos pararon unos 40 hombres uniformados, sicarios. Nos bajaron de la furgoneta y nos dijeron: ‘Traen a los guachos’”. Los dejaron ir. Por el momento dice que no puede volver. “Ahora vienen aquí y le ofrecen a la gente dinero para la cosecha de amapola. Yo no digo que no se plantara. Siempre se ha plantado. Y había efectivo. Yo tenía una tienda de abarrotes y ese dinero, además de los animales, venía muy bien”.
Los que han regresado a Ocurague, como el hombre de ojos azules, esperan a que inicien las lluvias y la siembra. “Ya le pedimos al gobernador que nos den semillas para plantar, por ejemplo maíz”, dice.
—Si no, ¿cosecharán enervantes? —se le pregunta.
—La amapola nos da para vivir —dice.
En este pueblo semidesierto, por el momento, no se observa ninguna infraestructura más allá de los conductos negros que llevan a los campos de amapola.