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ginmor@eltiempo.com
El olor de la muerte es ácido y se cuela entre los cerros que parecen dinosaurios dormidos. Dos hombres portando varillas de 250 centímetros de largo agujerean el lomo del animal, despertando miedos. Van en busca de lo que no quisieran, pero que tranquiliza. Escarban entre las piedras para hallar fosas con cuerpos que permitan hacer el duelo.
Mario Vergara Hernández y Juan Jesús Canaán Ramírez se conocen los cerros de Iguala y la podredumbre que ellos esconden. El pueblo es cuna del símbolo nacional e iza en su loma más empinada la enorme bandera de México. “Los canes”, como se hacen llamar los dos hombres curtidos por el sol, los sabuesos de la muerte los recorren sin descanso.
Mario, ‘Can 1’; Juan, ‘Can 2’, subidos en el cerro, dirigen su mirada al asta monumental de 113,4 metros de altura que exhibe la bandera de 50 metros por 28 de ancho. La tela verde, blanca y roja pesa 250 kilogramos. Ellos cargan una varilla de no más de 10 kg con la que escarban fosas para izar penas.
Sobre los cerros de Iguala se impone la grandeza de un país fuerte, pero también su tragedia. Hacia el cielo, la bandera, y sobre ella, decenas de gallinazos vuelan en círculos mandando una clara señal: bajo la tierra se esconden los crímenes de Guerrero, estado ubicado al costado del Pacífico. ‘Can 1’ y ‘Can 2’ recorren el territorio de un estado ciego, sordo y mudo. “Para nosotros ya es normal seguir viviendo muertos”, dice ‘Can 1’.
El sol despunta
Antes de salir a caminar los cerros con sus desgastados zapatos, usando pañoletas rojas en sus cabezas, para guarecerse del sol, ‘los Canes’ cuentan que la cruda realidad se destapó cuando el silencio fue tal, que por fin se hizo ruido. “La desaparición de los muchachos de la normal de Ayotzinapa trascendió y con ella todos los levantados en México”, dice Mario. A él arrebataron un hermano llamado Tomás, y a Juan, dos sobrinos que llegaron de Mezcala a Iguala a cargar combustible, los levantaron y desaparecieron. “Ahora no somos todos ‘los Cannaá’, nos faltan dos”, dice ‘Can 2’.
Mario está sentado en un gran salón viejo sin pintar, que hace parte de la iglesia del pueblo. Desayuna tortillas de maíz y habla con tranquilidad. Muestra la pared de un cuarto a la que no le cabe una fotografía más. “Todo el que tiene un familiar que se ha perdido, trae su retrato y lo pegamos ahí para que no se nos olvide, para seguir buscando, para seguir chuzando el cerro”.
‘Can 1’ siente que los de la fotos lo miran todos los días pidiéndole ayuda. Mario y Juan conformaron el grupo de buscadores de fosas un mes después de lo de Ayotzinapa, en Iguala, y desde entonces ellos y la Procuraduría Judicial han encontrado más de 67 cuerpos en los cerros. Solo en el lugar conocido como La Laguna hallaron una fosa con 21 cuerpos.
“¿A qué hora nos pasó todo esto? Lo sabemos con certeza y no lo merecemos. Nos tocó callar, protegernos, llorar en nuestras casas y rezar para que la barbarie se detuviera, pero no pasó y Ayotzinapa ya fue intolerable”, relata Mario, ‘Can 1’.
Juan, ‘Can 2’, lo interrumpe: “En esta pared está el recuerdo y en los cerros, la verdad; y estamos seguros de que todavía hay más cuerpos. Seguimos buscando porque nosotros con nuestras varillas hemos sido más efectivos que la Procuraduría Judicial”.
En menos de media hora llegan a la casa varias personas a preguntar si hay novedades. Una muchacha bonita y bien plantada, Azucena, nacida en Chilpancingo, capital del estado de Guerrero, va justo hasta donde está la fotografía de su papá, Saturno Giles Beltrán, y la toca. “Él salió a estudiar el 8 de marzo de 2014 y no volvió. Nos llamó y nos dijo que había tenido que ir a un sitio a aclarar unas cosas. Mi mamá todos los días se acuesta pensando que alguien que está perdido va a llegar, pero no sucede”, cuenta.
Las razones de una muerte regada en el territorio saltan a la vista. Iguala conecta con el norte y el sur del país. Es un corredor estratégico para la distribución y comercialización de drogas entre Puebla, Oaxaca, Morelos y el Estado de México. En estas tierras hay cultivos de amapola y de marihuana y opera una fauna variopinta de carteles que se disputan el territorio y se hacen llamar ‘los Rojos’, ‘Guerreros Unidos’, ‘las Ardillas’, ‘Cida’, ‘Sur’, ‘la Familia Michoacana’, ‘los Caballeros Templarios’.
Los tentáculos de algunos de estos se han expandido hasta hacer alianzas con los carteles del narcotráfico de Colombia. En el 2014, el diario ‘Prensa Libre’, de Guatemala, dio a conocer la noticia de que se fortaleció una ‘llave’ entre capos de México y Colombia, en el país centroamericano, para producir drogas que luego se venden en los Estados Unidos. Los narcolaboratorios son dirigidos por algunos mexicanos que pertenecen a los carteles: ‘los Caballeros Templarios’, ‘el Golfo’ y ‘Sinaloa’. El primero en mención ha marcado con sangre el estado de Guerrero, reclutando muchachos o desapareciendo gente como estrategia de guerra para demarcar la zona. De ese vaivén criminal hablan con temor en Iguala algunos pobladores que saben que la amenaza del narco se quedó a vivir en su región con cara de desaparición forzada.
Juan, ‘Can 2’, explica que hay por lo menos 300 familias en este pueblo que tienen un familiar perdido hace años. “Los desaparecidos están muertos y los vivos estamos como muertos en vida. El Gobierno no busca y nosotros sabemos que los cerros son unos panteones”, puntualiza.
La búsqueda de cuerpos
‘Los Canes’ se despiden de sus amigos en el “salón de la memoria”, como empiezan a llamarlo, y van a la loma La Joya. Es la meta del día. El sitio está a 10 kilómetros del casco urbano de Iguala, luego de pasar por la última colonia (barrio) conocido como El Zapatero. El cielo es azul y la tierra es de un marrón triste y pobre. Mario, ‘Can 1’, va adelante indicándole a Juan, ‘Can 2’, dónde clavar la varilla.
─Aquí se ve raro. Métela aquí─, dice.
El martilleo rompe el sonido de un aire seco. Cuando la roca no ha sido cavada, el ‘detector de fosas’ simplemente no entra, pero cuando la tierra ha sido removida, la varilla se hunde y ‘Can 2’ la deja ir. La saca girándola con una especie de manubrio que tiene en la parte alta y se la lleva la punta de la nariz para olerla.
─No hay nada─, señala.
Y así se la pasan una, dos, tres y hasta siete horas al día, haciéndole orificios a la montaña para liberarla de olores y cuerpos ajenos.
Vuelven a intentarlo, esta vez dos horas y media después de haber caminado un cerro pelado e inerte. Juan acerca la punta del hierro a su nariz. La expresión de su rostro cambia.
─Huele, Mario; huele a ácido─, afirma.
─Marquemos el lugar y avisemos a los peritos de la Procuraduría─, precisa Mario.
Bajan el cerro exaltados. No terminan de exorcizar fantasmas cuando ya los están esperando otros. Los peritos de la Procuraduría, con el rictus de la muerte en el rostro, han descubierto una fosa con cuatro restos.
Mario y Juan se miran, no hay asomo de perturbación en sus caras. En medio de la tragedia tendrán una buena noticia para alguien que buscaba a vivos y los encuentra muertos. Una condena peor es la desaparición perpetua.
El hueco es profundo. Los funcionarios del organismo judicial han sacado dos esqueletos y se preparan para extraer de la fosa a los otros dos. Abajo, en el fondo, hay un amasijo de huesos de una talla pequeña, que lleva un ‘jean’ raído, la cabeza está girada a la izquierda. Quizá su última mirada fue a quien estaba al lado. Ese que fue es ahora un esqueleto grande cuyo cráneo está cubierto por una espesa cabellera, polvorienta. Tenía los pantalones en los pies. Ambos estaban sin calzado.
─Esto está cabrón─, dice Juan, ‘Can 2’.
Mario guarda silencio. Al sitio llegan dos mujeres que no pronuncian palabra alguna. Podrían ser las madres de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, pero no, son otras, son las de los desaparecidos de Iguala. Mañana llegarán otras. La única diferencia es la referencia geográfica, al final de cuentas son mexicanos asesinados por el narco o por la no acción del Estado.
‘Los Canes’ se quedan en el cerro a esperar que termine la exhumación. Es 25 de marzo de 2015 y el balance de la Policía de Iguala para la prensa es: un asesinato, cuatro capturas y una fosa común con cuatro muertos. Mañana será otro día.