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Tenemos ante nosotros un episodio más de la propaganda de la guerra y el conflicto extremo. Corea del Norte, China, el comercio mundial, el enemigo inmigrante, la construcción del Muro en la frontera con México, y ahora, Venezuela.
El gobierno del presidente Donald Trump sabe que el reloj personal de sus crisis internacionales no le ha redituado éxitos y que su tiempo en la Presidencia estadounidense puede concluirse si no exhibe un triunfo político o bélico espectacular. Es Venezuela –el fin del régimen de Maduro- el fresco de guerra sobre el cual, finalmente, busca iluminar el mapa de su débil y sombrío liderazgo presidencial en política exterior.
Si bien Estados Unidos de América ha demostrado en su historia que no necesita pretextos para intervenir en otros países, el mundo político y social actual, el derecho unilateral de guerra es por definición inaceptable y exige no sólo tener buenas razones para invadir una nación.
La coyuntura actual en Venezuela ofrece la presencia del gobierno constituido de Maduro y el de la presidencia de facto. Diversos países latinos, Canadá y el propio parlamento europeo asumen que la intervención estadounidense tiene causas legítimas en los métodos cuestionables de Maduro para prolongarse en el poder presidencial, la crisis económica interna prevaleciente y la desprotección de los derechos humanos en Venezuela. Al mismo tiempo, los socios financieros principales de ese país -China y Rusia-, están dispuestos a elevar el costo de una guerra por derrocar al régimen.
Desde su asunción presidencial, López Obrador ha postulado la importancia de una política exterior plegada a la Doctrina Estrada.
Una doble línea de conducta política atemporal para las relaciones interamericanas se desprende de dicha doctrina, trazando un encuentro aleccionador en la experiencia diplomática de Ignacio Luis Vallarta (1887) y Genaro Estrada (1930): el no pronunciarse por el reconocimiento de gobiernos evita herir soberanías y “coloca a las naciones en el caso de que sus asuntos interiores puedan ser calificados en cualquier sentido por otros gobiernos, quienes de hecho asumen una actitud de crítica al decidir, favorable o desfavorablemente, sobre la capacidad legal de regímenes extranjeros…[así mismo], evita calificar, ni precipitadamente ni a posteriori, el derecho que tengan las naciones extranjeras para aceptar, mantener o sustituir a sus gobiernos o autoridades” [En Gómez Robledo, Antonio, Notas sobre la Doctrina Estada, Colegio Nacional, 2015, p.35].
Por ahora, se fuerza la interpretación y se promueve la distorsión del principio doctrinario en comento si queremos ver al gobierno mexicano en el espejo de Maduro: lo que es un hecho es que el gobierno chavista ha unificado en su contra a la oposición mayoritaria disidente -dentro y fuera de su país- en torno a la figura de Juan Guaidó (quien empieza a gozar de un posicionamiento aceptable en la comunidad internacional anti Maduro), podrá enfrentar eventualmente una ¿invasión/derrocamiento?
estadounidense como prioridad electoral de Trump y deberá reinventar su matriz democrática para preservarse en el poder.
La Doctrina Estrada no debe funcionar y no puede asumirse como una política exterior que ofrece salvo conductos para que un gobierno reprima a su pueblo; asimismo, en la coyuntura de Venezuela, no sella de neutralidad política al gobierno del Presidente López Obrador frente al régimen de Maduro: deja a la sociedad venezolana que decida, excepcional y soberanamente, el curso de su destino.