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Soy de las que ha celebrado, con toda convicción, la decisión gubernamental de incrementar el salario mínimo nacional sustantivamente, para colocarlo por encima de la línea de la canasta alimentaria para dos personas (102.6 pesos). El incremento de los salarios mínimos es una buena política económica, es la mejor de las políticas sociales, aunque para que sea exitosa es importante darle tiempo a las empresas para que se reorganicen.
Pues bien, el aumento al doble del salario mínimo ya causó un efecto: las y los trabajadores que ganan más exigen un aumento similar, pues durante décadas su negociación contractual reflejaba el porcentaje del aumento de los mínimos: 3, 4, 5 por ciento. ¿Por qué esta vez no seguir la señal del salario mínimo?
Este razonamiento lógico, legítimo y previsible ha sido uno de los motores que suscitó una oleada de huelgas en la frontera norte, muy especialmente en Matamoros, Tamaulipas. Casi medio centenar de empresas vieron colgar las banderas rojinegras; quienes ahí trabajan se fueron a huelga y México testificó el fin de su llamada “paz laboral”.
Según el viejo oficialismo, desde hace años la “paz laboral” era un indicador emblemático de la administración pública, pues demostraba la capacidad de “conciliación” entre los intereses de empresas y trabajadores. En realidad esa “paz laboral” (un largo periodo sin que las y los trabajadores ejercieran su derecho a la huelga), fue posible por un control sindical descarnado que mediante la simulación y la coerción evitaban cualquier conflicto, mientras las condiciones de mujeres y hombres asalariados empeoraron o se mantuvieron estancados. Claro está: la huelga no es un fin en sí mismo, es un derecho colectivo plasmado en la definición de trabajo digno según nuestra Ley Federal del Trabajo. Su ocurrencia o no, nunca debió ser uno de los fines de la política laboral, de ningún gobierno, pues la huelga siempre es el último recurso y al cabo un derecho laboral para defender mejoras a las condiciones de trabajo, salariales, prestaciones o duración de la jornada laboral. Por eso, vanagloriarse de que no ocurran huelgas se traduce en alegrarse de la suspensión de un derecho.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) incluyó el derecho a la huelga dentro de la definición de trabajo decente, y en nuestro orden jurídico también se considera así. En la Agenda Hemisférica para promover el trabajo decente en las Américas en 2006, la OIT recomendó el incremento de la cobertura de la negociación colectiva. En su diagnóstico, identificó sectores con mayor vulnerabilidad en diversos países de América Latina, como son quienes trabajan en el sector público, doméstico, de zonas francas industriales y subcontratistas.
La contratación colectiva en México es muy baja, cercana al 10% del total de asalariados. Estamos por debajo del promedio de Latinoamérica y muy por debajo de Uruguay, el país con menor desigualdad de nuestra región, que ha dado importantes avances hasta lograr un 95% de sindicalización.
He escuchado voces que argumentan cómo la flexibilidad laboral (baja sindicalización) da buenos resultados en Estados Unidos, Japón o Corea; sin embargo, esas voces omiten una evidencia: son naciones con fuertes estructuras universales de protección que construyeron un genuino Estado de bienestar que protege a todos, trabajadores asalariados o no. De modo que una huelga no es mala o buena en sí misma. Las hay razonables, decididas legítimamente por las y los trabajadores organizados. Y ese fue el caso en Matamoros.
Por eso, me parece correcto que la Secretaría del Trabajo haya dejado claro que el diálogo es el instrumento privilegiado para atender los conflictos laborales, pero a la vez haya promovido el reconocimiento de la existencia de la huelga en Matamoros, cosa que ya se había negado a nivel local. Se requiere el concurso de la clase empresarial y de los tres órdenes de gobierno para aumentar la confianza y lograr acuerdos que permitan que en los conflictos laborales ambas partes ganen: personas trabajando con salarios y prestaciones dignas, empresas con empleados más comprometidos y de mayor productividad.
El mundo del trabajo necesita una gran reforma, empezando por lo esencial: una nueva política salarial en el país y sus varios correlatos: la libertad de organización, la libertad sindical y el derecho de huelga. Actuar decididamente en contra de la simulación, los contratos de protección promovidos por falsos “representantes”, que por cierto han extorsionado a vastos sectores del empresariado mexicano y que son la expresión de un corporativismo incompatible ya en un régimen democrático y de derechos.
México necesita desplegar una agenda nueva para esos millones que se ganan la vida trabajando dura y honestamente. Hay que recobrar la causa de los derechos laborales y llevarla hacia delante. Es uno de los grandes pendientes y de las más graves injusticias heredadas por un modelo económico basado en bajísimos salarios, que es necesario abandonar. El debate está abierto.
Senadora de la República por Movimiento Ciudadano. Secretaria de la Comisión de Trabajo en el Senado.