La sentencia emitida por la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) recaída a la petición de amparo promovida por la organización Artículo 19, se pronuncia sobre uno de los obstáculos más importantes para el avance del proceso de democratización de nuestro país: la omisión del Poder Legislativo de expedir la ley que reglamente la propaganda que emiten todos los órganos del Estado bajo cualquier modalidad de comunicación social ha permitido censurar a voces críticas del desempeño del gobierno y favorecer a otras afines o que no lo incomodan demasiado a través de la asignación arbitraria y discrecional de la publicidad oficial y los recursos económicos que ello implica, a los distintos medios de comunicación.
En 1982 –tiempos del partido hegemónico– el entonces presidente José López Portillo expresó “no pago para que me peguen” a propósito de las críticas hechas a su gobierno en la revista Proceso y el consecuente retiro de la publicidad gubernamental de aquella publicación. La frase se hizo famosa porque es una clara muestra de la visión de los gobiernos autoritarios respecto a la utilización de los recursos públicos y porque evidencia una de las formas en cómo esos mismos gobiernos se relacionan con los medios de comunicación. Con la reforma electoral de 2014, se buscó poner fin a esa situación al establecer en la Constitución la obligación a cargo del Congreso de la Unión de expedir la ley reglamentaria del octavo párrafo del artículo 134 constitucional a más tardar el 30 de abril del mismo año, sin embargo esto no sucedió y de ahí que la sentencia de la SCJN ordene a ambas Cámaras la aprobación de la mencionada ley antes del 30 de abril de 2018.
La ley que debe ser aprobada tendría que plantearse como objetivo garantizar el pluralismo informativo que es condición indispensable para una sociedad democrática. Este pluralismo es lo que hace posible el intercambio de ideas, el debate informado sobre temas que a todos nos deberían interesar, la formación de una opinión pública robusta, la eliminación de los obstáculos a la búsqueda y recepción de información y la supresión de mecanismos de censura directa e indirecta. También debería reconocer que para que los medios de comunicación puedan cumplir con esa tarea, necesitan ingresos económicos que les permitan operar ordinariamente y que el dinero que obtienen los medios para difundir comunicación social del gobierno suele ser indispensable para su supervivencia.
Es un hecho que los diversos órganos del Estado requieren realizar múltiples actividades de comunicación social de carácter informativo, educativo o de orientación social y para ello compran espacios de publicidad a distintos medios de comunicación de acuerdo al auditorio al que se desean dirigir y a fin de llegar al mayor número de personas. Para dimensionar el gasto que esto representa, en los últimos diez años, las administraciones de Felipe Calderón y lo que lleva la de Enrique Peña Nieto han gastado de manera conjunta 78,500 millones de pesos (Reforma, 22 noviembre de 2017) ¿acaso no debería establecerse un límite al gasto en comunicación social? ¿Acaso ese dinero no debería fortalecer a nuestra democracia en lugar de debilitarla?
Otra arista de este problema es que el gasto estatal en comunicación social incide en la equidad de los procesos electorales porque la ausencia del marco normativo que controle las características de la publicidad oficial, permite al gobierno posicionarse ante la opinión pública con mensajes que rebasan lo estrictamente informativo, educativo o de orientación social. Por eso no es exagerado decir que el desarrollo de nuestra democracia y el ejercicio de la libertad de expresión dependen en gran medida de que existan reglas claras e igualdad de posibilidades para acceder a los recursos públicos destinados a ese rubro.