Las instituciones electorales con que contamos en la actualidad fueron creadas con distintos objetivos, pero el más importante es que las elecciones sean confiables o, para decirlo en términos coloquiales, para evitar que los actores políticos hagan trampa en la competencia por el acceso al poder. Anteriormente, era más común escuchar sobre “el embarazo de las urnas”, “el ratón loco”, “la catafixia” o “el carrusel”, por mencionar tan sólo algunos ejemplos de las prácticas de defraudación de la voluntad popular. Si bien no ha sido posible erradicar la idea de que esto sigue sucediendo, la verdad es que no hay pruebas claras sobre su actual existencia y debemos reconocer que gracias al fortalecimiento de nuestro sistema electoral, a la inversión de enormes cantidades de dinero y, sobre todo, a la ciudadanización de las mesas directivas de casilla, la confianza en la organización de las elecciones y en el cómputo de los votos ha crecido considerablemente.
Pero ello no quiere decir que la costumbre de hacer trampa ha desaparecido. Yo diría que se ha vuelto más sofisticada. La semana pasada el Consejo General del Instituto Nacional Electoral (INE) sancionó a siete partidos políticos porque comprobó que en el proceso electoral de 2012, dispersaron recursos a través de tarjetas bancarias contratadas por empresas fantasmas para pagar a sus representantes de casillas, lo que evidentemente fue un gasto no reportado y que se ocultó a la autoridad (caso Asismex).
El 21 de diciembre pasado, The New York Times publicó un extenso artículo en el que señala que diversos funcionarios idearon y operaron un plan nacional para canalizar decenas de millones de dólares de dinero público, para financiar campañas del PRI en las elecciones de gobernadores del año 2016. De acuerdo con el rotativo estadounidense, el gobierno federal transfería los recursos a las arcas de gobiernos cercanos priístas. Posteriormente, ya en el ámbito local, se realizaban contratos gubernamentales con empresas falsas, mismas que devolvían el dinero para que fuera utilizado por los operadores electorales en los comicios. Otro ejemplo, también reciente, es el relativo al caso de la constructora Odebrecht donde diversas investigaciones periodísticas refieren que aquella empresa aportó millones de dólares a la campaña del actual Presidente de la República a cambio de un eventual apoyo para la obtención de contratos de obra pública, cuestión que de comprobarse actualizaría diversos ilícitos en materia electoral.
Con la intención de eliminar estas prácticas, se ha establecido un importante número de normas en materia de fiscalización de los recursos de los partidos políticos. Asimismo, se ha creado un enorme aparato burocrático que, entre otras cosas, audita, monitorea e investiga el origen, monto y destino del dinero utilizado en los procesos electorales. Sin embargo, a pesar de esos esfuerzos, el resultado aún dista mucho de ser satisfactorio, en parte por la dificultad que representa identificar el circulante en las campañas y en parte también porque ha existido una actitud de condescendencia de la mayoría de consejeros y magistrados que encabezan al INE y al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, cuestión que acabamos de observar tras las elecciones de Coahuila y el Estado de México en 2017.
Quizá hoy, “el ratón loco” y las “urnas embarazadas” dejaron de ser un problema gracias al avance en la organización electoral, pero ahora tenemos Asismex, triangulaciones, Odebrecht y quién sabe qué otras mapacherías, que seguramente conoceremos en los próximos meses, que no han podido ser controladas por el modelo de fiscalización. Y lo más grave: que podrían determinar al ganador de la elección porque estamos en un contexto donde la diferencia entre los tres principales competidores es poca.
Ex consejero electoral de la CDMX. @pableza