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El origen de todos nosotros está indefectiblemente ligado a las migraciones. Los científicos nos relatan cómo el Homo erectus se movilizó desde África para poblar Eurasia, hace más de un millón de años; la Biblia narra el Éxodo del pueblo hebreo a través del desierto, liderado por Moisés; la historia nos habla de la Hégira de Mahoma, seguido por miles de fieles, en la fecha que marca el primer año del calendario islámico.
Todo rincón oculto, toda cima inalcanzable, toda profundidad insondable, ha sido conquistada por el ser humano en su constante afán migratorio, que emerge, a su vez, de todo tipo de impulsos: desde la curiosidad hasta la necesidad; desde el interés hasta la desesperación; desde la prosperidad hasta la miseria; desde la guerra hasta la paz.
La combinación entre inseguridad, pobreza, falta de oportunidades y hambre es lo que ha motivado las mayores crisis migratorias que hemos observado en los últimos años. La pobreza y el temor no necesitan pasaporte para viajar. No requieren sellos, ni visas. No los detienen muros, ni cercas electrificadas.
Cuando Donald Trump, en la campaña política, anunciaba la construcción de un muro en la frontera sur de Estados Unidos —y la alucinada pretensión de que México lo iba a pagar— dije que era algo más que una bravuconada; algo más que un despilfarro y un despropósito diplomático: que era sobre todo un terrible fallo moral, una falta ética que denotaba la miopía y la amnesia de un gobierno empeñado en repetir los peores episodios del pasado. Hoy vemos cómo se hace realidad esa dolorosa premonición. Hoy vemos cómo el xenófobo Donald Trump les lanza gases lacrimógenos a los migrantes que no tienen cabello rubio y ojos azules.
Bien decía Hegel que lo que nos enseña la historia es que no aprendemos nada de la historia. ¿Cuántas veces tenemos que pasar por esto? ¿Cuántas personas inocentes deberán toparse con muros de concreto y cercas alambradas, antes de que entendamos que ningún obstáculo puede contener el hambre y la desesperación?
En la frontera mexico-estadounidense, las autoridades de EU han adoptado contra el flujo migratorio desde Centroamérica unas medidas policiacas que, además de poco eficaces, nos traen recuerdos de los días más aciagos de la Guerra Fría. ¿Porque, cómo no comparar el levantamiento de barreras fronterizas de nueve metros de altura en México, con el fatídico Muro de Berlín?
Creo que, más que muros y fronteras patrulladas, más que leyes y medidas draconianas, lo único que impedirá la migración desde los países centroamericanos es la prosperidad y la creación de oportunidades. Si Estados Unidos de América quiere detener la ola de migración que los aqueja, debe volver a preocuparse por la prosperidad de sus vecinos. Hace ya muchos años que el radar de Washington no cubre a Centroamérica y el foco de las más importantes preocupaciones de la Casa Blanca y del Departamento de Estado se movió al Medio Oriente y, en general, al Continente asiático.
Esto no fue siempre así: al principio de los 80 Henry Kissinger coordinó una comisión bipartidista para analizar los cambios políticos y económicos que requerían las naciones de Centroamérica para mejorar las condiciones de vida de sus pueblos, y años más tarde, en 1989 mi querido amigo, el senador Terry Sanford, después de varios años de diagnósticos en nuestra región, en vísperas de la cuarta reunión de presidentes centroamericanos nos entregó el Informe de la Comisión Sanford, una propuesta para la recuperación y el desarrollo de Centroamérica.
Una verdadera política de migración tiene que empezar por ser una verdadera política de bienestar económico y social. La migración no sólo es producto de amenazas o guerras, depende primero de las oportunidades o frustraciones que nuestras sociedades ofrezcan a sus habitantes. Es vergonzoso que los gobiernos de algunas de las naciones más pobres del mundo, incluidas naciones de la región latinoamericana, continúen despilfarrando en tropas, tanques y misiles, para supuestamente proteger a un pueblo que migra por hambre, por inseguridad y por falta de oportunidades.
Es urgente que entendamos que no es cierto que la migración sea una fuerza devastadora, uno de los grandes problemas planetarios. No es cierto que las personas emigren únicamente de países subdesarrollados a países desarrollados. No es cierto que los inmigrantes causen necesariamente pérdidas económicas a los países donde llegan. Si no abandonamos estas falsas creencias, y si no logramos que también las abandonen nuestros pueblos, seguiremos alimentando con odio e intolerancia la xenofobia y la exclusión en el seno de nuestras sociedades.
Yo estoy convencido de que el aumento en el gasto social aunado a la reducción del gasto militar, la profundización de la integración económica mundial y la creación de mayores oportunidades a lo interno de nuestras sociedades, serán la llave que permitirá a las naciones centroamericanas, y a todas las naciones del mundo, caminar hacia un mayor desarrollo sin distinguir origen ni color de piel.
Se atribuye a Sócrates la expresión “soy ciudadano del mundo”. Eso es exactamente lo que somos todos. Soy costarricense y mexicano, soy nicaragüense y colombiano. Lo soy porque en mis orígenes, al igual que los de toda la humanidad, fui un migrante. Hoy estamos de este lado del océano, pero sólo Dios sabe dónde estaremos mañana.
Ex presidente de Costa Rica y Premio Nobel de la Paz 1987