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Este inicio de sexenio muestra que la violencia y la inseguridad van en un ascenso preocupante. El cambio de gobierno federal y algunos importantes ajustes en su funcionamiento parecen ser insuficientes para contener el fenómeno. Desde la opinión pública, de manera cotidiana, se realizan señalamientos de los posibles culpables de la profundización de la crisis en este primer trimestre de gobierno. A nuestro juicio, el debate resulta poco fructífero, pues más que adjudicar culpas, es un momento de importancia central para, por un lado, proponer soluciones más eficaces y, por el otro, dar cada actor de la sociedad mexicana un papel para salir de esta crisis que parece no tener fin.
De acuerdo a las cifras del SESNSP el primer cuatrimestre de gobierno de López Obrador resulta ser el más violento de los últimos años. Las cifras son frías y eso es lo que dicen: 61.2% más homicidios dolosos que el inicio del gobierno de Peña y 191% más que el de Calderón. Sin embargo, habrá que contextualizar estos números tomando en cuenta que, en la segunda mitad del gobierno de Enrique Peña Nieto, la violencia comenzó a presentar un crecimiento crítico rompiendo los niveles históricos registrados en el calderonismo. En estos términos, es difícil saber a quién adjudicarle la culpa de que cada mes se alcancen cifras históricas de violencia: ¿el crecimiento de la violencia es producto de la inercia del pasado peñanietista y de su continuidad de la política de seguridad de Felipe Calderón o es resultado de los cambios en el accionar del nuevo gobierno central? difícil saberlo en este momento.
Si el debate pretende incidir para reducir los homicidios, y no solo obtener raja política, resulta más útil, para todos, debatir si las acciones del gobierno central resultan adecuadas y suficientes. En este sentido, por ejemplo, es pertinente analizar si el supuesto de otorgar transferencias directas a las personas más desfavorecidas económicamente resulta efectivo para mejorar las condiciones de convivencia, esto tomando en cuenta que existe un importante número de investigaciones académicas que indican que la pobreza no está asociada con la violencia, y en el caso de la desigualdad por ingresos tampoco parece haber evidencia consistente sobre su impacto para reducir el número de homicidios. Así pues, esperamos que este tipo de programas sociales mejoren la calidad de vida, pero es poco probable que estas medidas influyan sobre la reducción de la violencia homicida en el país.
Por otra parte, la intervención la Guardia Nacional, el otro ariete para combatir la violencia por parte del gobierno federal actual, tampoco resulta del todo alentadora, pues como nuestra propia historia lo ha demostrado, la simple presencia de fuerzas policiacas o militares en las calles no reduce la violencia en el largo plazo. Ciudades como Tijuana, Ciudad Juárez, Monterrey, Acapulco, etc. si bien redujeron el número de muertes violentas luego de la intervención de las fuerzas federales en sus territorios, eso no se mantuvo en el largo plazo, incluso, en algunos casos la violencia letal se ha recrudecido. En Tijuana, rankeada como la ciudad más violenta del mundo en 2018, de acuerdo al Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal A.C., entre 2010 y 2017 los homicidios crecieron a razón de 32.78% (INEGI, 2019).
Pero no solo basta discutir la pertinencia de las medidas del gobierno central. En paralelo resulta urgente analizar las medidas de los gobiernos estatales y municipales para enfrentar el problema. Sobre los gobiernos estatales nos conviene, por ejemplo, discutir seriamente sobre las acciones para fortalecer las instituciones de seguridad y justicia, además de aquellas que podrían atacar los posibles factores que promueven la violencia.
Por su parte, en el espacio local resulta oportuno cuestionar si los presidentes municipales están poniendo en marcha medidas que complementen lo realizado por el gobierno estatal y federal. En este sentido, poco se ha debatido de los resultados de las intervenciones públicas para que los ciudadanos se reapropien de los espacios públicos, de las estrategias para mejorar los mecanismos de control formal al interior de los vecindarios y comunidades, del mejoramiento de la relación entre policías y el ciudadano, entre otras.
Asimismo, los ciudadanos deben jugar un papel más activo para la recuperación de la paz. Promover relaciones de confianza entre sus vecinos, entablar acciones para establecer comunidades o vecindarios más seguros, denunciar ante las autoridades cuando son víctimas o testigos de algún ilícito, un mayor respeto a las leyes formales e informales, son algunas de las tareas que se deberían promover para apoyar a resolver un problema que ha rebasado a casi todos.
Ángel Fernández
Investigador del Observatorio Nacional Ciudadano
@DonJAngel
@ObsNalciudadano