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“Vayan en grupo porque los puede levantar la policía o el crimen organizado, tengan mucho cuidado”, les dicen a los repatriados provenientes de la garita del Instituto Nacional de Migración (INM) en Nogales, Sonora.
Esta recomendación se escucha en el comedor para migrantes de Iniciativa Kino, AC, dirigido por el padre Samuel Lozano de los Santos, director de Programas México de la asociación binacional, que se dedica a ayudar migrantes mexicanos y centroamericanos en el país y en Estados Unidos.
“No se acerquen al muro porque hay vigilancia y su vida corre riesgo”, los alertan los voluntarios del comedor.
Entre los migrantes que arribaron está Ricardo, de 47 años, quien luego de 10 días perdido en el desierto fue rescatado por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés) y, posteriormente, deportado.
El oriundo de Nayarit fue encontrado por las autoridades vomitando sangre. “Para venir vendí mi motor y mi panga [lancha], me dieron 18 mil pesos y con eso pagué mil de los 3 mil dólares que me iban a cobrar”, cuenta con temor y bajo reserva.
En el lugar sólo pudo comer un poco de sopa de verduras y algo de pollo. Dice que sentía que todo le ardía en el estómago, pero tenía mucha hambre.
Llevaba cuatro días caminando en el desierto con el grupo de seis migrantes mexicanos y el pollero que lo iba a cruzar a Estados Unidos, cuando un helicóptero de la Patrulla Fronteriza los avistó, entonces tuvieron que huir para esconderse.
“Todo mundo corrió y de ahí no supe, en el desierto pronto se pierde la gente. Cualquier movimiento que tú hagas, si ves un arbusto, no sabes si es arbusto o es gente. Al quinto día me quedé sin alimentos y sin agua”, recuerda.
En Nayarit dejó a su esposa y tres hijos de 22, 16 y 11 años. En Estados Unidos tenía planeado ver a sus tíos, quienes le ayudarían a conseguir trabajo en el campo.
“Quiero irme a Tijuana, una amiga me invitó a que trabaje con ella vendiendo dulces y artesanías. No he hablado con mi familia”, dice. Por momentos el relato es entrecortado, sus ojos están húmedos de tristeza por la ausencia de los suyos. “No quiero hablar con ellos porque como padre no tengo ánimo de contarles mi historia de fracaso”, indica.
“No quiero regresar a Estados Unidos, estoy triste porque no tuve la suerte que otros tienen de lograr su sueño de estar allá, me siento mal y, al final, soy afortunado porque nací acá, nada más que uno ve que a otros les va bien y eso quiere, ¿verdad? Ambiciona más de lo que tiene”, comenta.
Cuando llegó a Arizona, encontró las primeras casas, donde tuvo que tomar agua de los bebederos de las vacas.
Cree que las autoridades de migración lo descubrieron porque alguno de los pobladores seguramente lo reportó.
Eso pudo ser la diferencia entre la vida y la muerte, luego de su detención, lo hospitalizaron y atendieron por deshidratación y le dieron medicamentos para el dolor y el vómito que presentaba.
“Quiero ver a mi familia, pero no ahorita hasta que junte dinero para regresar porque está feo volver con las manos vacías y las ilusiones caídas, ¿verdad?”, lamenta.
“Mi misión era juntar dinero para comprarme otra vez mi motor y mi panguita, una más grande para salir al mar, no es que le haga falta a uno qué comer ni qué vestir, simplemente los deseos aumentan porque quieres tener un carro, o quieres poner tus abarrotitos, ¿qué sé yo?”, comenta Ricardo.
Indica a un voluntario su talla de pantalón, 34, y su talla de playera, mediana, se siente a esperar su turno en el baño del comedor para probarse la ropa que le ofrecen como una donación.
Afirma, con expresión triste y la cabeza baja, que está bien, que esto sólo es una mala experiencia, no por maldad de la gente sino porque “así son las leyes.
“A veces entre ustedes mismos hay quienes nada más vienen escuchando para dar aviso al crimen organizado y entregarlos”, les dicen como última recomendación en el INM.