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El periodista y columnista de EL UNIVERSAL, Héctor de Mauleón, narró en su columna la historia de Mayra, una mujer indígena que fue secuestrada y sometida a la esclavitud sexual en la ciudad de México.
Mayra llegó a la capital del país buscando trabajar como empleada doméstica para mejorar su condición económica, que era precaria en su comunidad de origen. Al llegar a la ciudad, fue secuestrada, violada y golpeada durante días hasta que su captor decidió prostituirla.
Con padrotes, madrotas y al amparo de las autoridades, Mayra fue esclava sexual durante 16 años en Sullivan y La Merced. Fue obligada a abortar dos veces, perdió un seno y ahora lucha por sacar adelante a su hijo.
De Mauleón tuvo acceso al testimonio de Mayra gracias a la activista contra la trata de personas, Rosi Orozco.
Aquí te presentamos el texto completo, que fue dividido en tres entregas de su columna:
I. Secuestrada, golpeada, violada...
Dos hombres la subieron a un auto, a las puertas del Metro Chapultepec. Una amiga de su pueblo, Muytejé, en el Estado de México, la había invitado a trabajar como empleada doméstica en la capital del país. Los hombres la golpearon en el vientre, la llevaron a una casa en la zona conurbada y la violaron en un cuartucho de tabique y láminas. “Este pollo es para mí”, dijo uno de ellos.
Nadie notó la desaparición de la joven: una indígena mazahua que apenas había dejado la adolescencia, y procedía de un pueblo de no más de 300 habitantes.
La tuvieron en aquel cuartucho durante más de una semana. Cada día su secuestrador la golpeaba hasta dejarla tendida en el piso de tierra. “Me gustas, solo por eso no te desaparezco”, le decía.
Volvía a violarla y luego le dejaba un plato con tortillas y algo de comida. La joven apenas lo tocaba pues los golpes le habían dejado la boca hinchada y los labios partidos. “Como no quieres comer, entonces vas a trabajar”, le dijo el hombre. La llevaron a una colonia de la Ciudad de México. Tardó mucho tiempo en saber cuál: La Merced, en el viejo Centro. “Ella es mi hermana Juana, a partir de hoy la vas a obedecer en todo”.
Permaneció aislada en una casa días y días. “Había ropa, objetos, zapatos de mujer”. Había también una mujer rubia, obesa y mal hablada. “No chinguen, ¿no le dijeron que la trajeron aquí para putear?”, preguntó.
Su verdugo la rebautizó como Mayra. Ella supo que él se llamaba Héctor. Con el tiempo conoció sus apellidos: González Rogelio.
En realidad no era un secuestrador, sino un padrote. La echó a la calle —un callejón en el que había otras mujeres “con ropa muy corta”— y una señora llamada Lupe comentó a quienes pasaban que había llegado una muchacha “nuevecita”. “Tanto les insistía, que uno se me acercó”, recordaría Mayra.
Le pagaron 40 pesos. “Para qué chillas si aquí vas a talonear bien y a ganar harto varo”, le dijo Lupe.
Ese día recibió clientes hasta que cayó la noche. Comenzó así una rutina invariable: de la mañana al anochecer, plantada ahí en el callejón, con la prohibición de dirigirle la palabra a las otras mujeres, recibiendo golpizas inclementes cada que Héctor sentía que se “le estaba subiendo a los bigotes”.
Pasaron días, semanas y meses. Mayra quiso huir una tarde, pero no llegó muy lejos. Héctor la llevó al cuartucho de lámina y le ordenó que le pidiera perdón de rodillas . La golpeó con un palo hasta que su cuerpo quedó “lleno de sangre y todo batido de tierra”. “Cuando no juntaba la cuenta, al otro día se la tenía que llevar o los puñetazos me desfiguraban mi cara, me dejaban el rostro hinchado, hasta que le prometía que iba a echarle ganas”.
Mayra se embarazó dos veces y las dos fue obligada a abortar. Llevaba dos años en el callejón cuando Héctor la llevó a la calle Sullivan: “Desde hoy vas a trabajar de noche y no quiero que abras el hocico. Vas a lo que va, aquí vas a traer más varo”.
La encargada de cuidarla se llamaba Soledad Ramírez y era la mandamás de un buen tramo de la calle. Soledad la llevó a un hotel para que se vistiera y peinara, “había como diez muchachas maquillándose”.
Esa mujer se convirtió en su perro guardián: si se tardaba con un cliente más de veinte minutos debía pagarle una cuota de 150 pesos; si llegaba después de las ocho, eran cien; si alguna enfermedad o la menstruación le impedían “trabajar”, la multa era de otros cien pesos.
“Éramos como 30 mujeres (las que estaban bajo el cuidado de Soledad), todas de distintos lugares y estados, hablábamos diferente, pero la mayoría no podíamos comunicarnos, siempre nos estaban regañando o mentando la madre”.
Héctor puso un chofer para que la recogiera en el cuarto donde vivía y la llevara a Sullivan: tenía prohibido hablar con éste, solo debía entregarle la cuota diaria. Aunque dejaba de ver al padrote durante semanas —estaba ocupado “administrando” a otras mujeres— esto no impedía que él estuviera al tanto hasta de los detalles más insignificantes: cuánto se tardaba Mayra con los clientes, si alguno la buscaba dos o más veces por semana, si había estado platicando con alguna compañera.
Cuando Mayra cometía alguna falta, Héctor iba a la calle, la subía al auto, le pegaba a rabiar en el estómago, la regresaba a “su punto” y le decía que le echara ganas.
Mayra pasó 16 años en Sullivan. Llegó a convertirse en una de las esclavas sexuales más antiguas de esa calle. Descubrió todos sus secretos: entre ellos, la manera en que la trata de personas se disfrazaba de prostitución con el contubernio de las autoridades.
De esa parte de su historia —la más sórdida— hablaré en la entrega de mañana.
II. Sullivan no perdona
Mayra, una indígena mazahua recién llegada a la Ciudad de México, fue secuestrada a las afueras del Metro Chapultepec. Después de propinarle golpizas inclementes, su secuestrador, Héctor González Rogelio, la puso a trabajar como prostituta en La Merced.
Dos años después, Mayra fue cambiada a la calle de Sullivan. “Aquí vas a traer más varo”, le dijo Héctor.
Se pasó los siguientes 16 años mirando el paso de los autos desde la misma esquina. De ese modo se convirtió en una de las esclavas sexuales más antiguas de esa calle. Había un acuerdo con las autoridades para que ellas pudieran “trabajar” sin problemas.
Muchas veces, sin embargo, las torretas de las patrullas aparecían de improviso. Las mujeres echaban a correr. Algunas lograban escapar. Otras no. A Mayra la atraparon varias veces. “Era muy duro, los policías nos agarraban, nos jalaban de los cabellos, nos daban patadas ‘por putas’”, recordó.
La mujer que “administraba” ese tramo de Sullivan, Soledad Ramírez, y el padrote González Rogelio las habían aleccionado: “Si las agarran, aquí nadie les cobra: nadie tiene padrote. Ustedes están aquí por su propia voluntad y para que puedan mantener a sus hijos”.
Mayra pasó un par de años en el horario nocturno de la calle de Sullivan. Héctor González Rogelio le dijo, pasado ese tiempo, que había problemas y también tendría que “trabajar” por las mañanas en la Merced. “De ahí se convertiría que me llevara en la mañana a la Merced y en la noche a Sullivan: trabajaba de diez de la mañana a ocho de la noche en el callejón, y de nueve de la noche a seis de la mañana en Sullivan. Las otras horas eran apenas para dormir”.
¿Por qué no huía? Una noche un cliente la convenció de hacerlo: “Me insistió que iba a sacarme de trabajar”. Ella se dejó convencer. Salieron del Hotel Alfa y enfilaron hacia el norte por el Circuito Interior. Pero Héctor se les emparejó en un Maverick, la bajó del auto y le partió el labio de dos puñetazos. Luego la llevó al “cuarto de los castigos” —un cuartucho con techo de lámina, en la zona conurbada— y la molió a palos hasta que ella quedó “desnuda y bañada en sangre”. El supuesto cliente era, en realidad, un primo de Héctor que éste había enviado para probarla.
En Sullivan, Mayra vio morir a Jazmín por sobredosis de pastillas que su padrote le dio para que no se durmiera. Vio cómo mataron a golpes a Xóchitl, y cómo la fueron a tirar a Ecatepec. Vio volverse alcohólica a Rosa María. Vio desaparecer a Araceli, Dayana, Leonor, Isabel, Lucero, Susana, Yesennia, Bety, Leticia, María Estela, Irma, Marisol… “Nunca más supimos de ellas”.
González Rogelio la llevó una mañana a un consultorio ubicado en las cercanías del Ángel. “Aquí te van a poner bien chingona”, le dijo. Una doctora llamada Daisy preparó un frasco “con una sustancia como aceite de bebé” y se la inyectó en los senos y en los glúteos. Mayra sintió “un ardor terrible en todo mi cuerpo”.
Hubo varias visitas al consultorio. Héctor la llevó después a que le cortaran y le pintaran el cabello. “Este ya entendió que aquí no quiero sirvientas”, le dijo Soledad Ramírez cuando la vio “de rubia”.
Mayra dice que el ardor en el cuerpo no le permitía siquiera estar sentada. Tenía que seguir clavada a la banqueta, sin embargo, incluso cuando había tormentas. Una noche se puso de acuerdo para escapar con uno de los choferes que iban a recogerla al Hotel Alfa. Se llamaba Israel. Huyeron con lo que Mayra había ganado esa noche y se escondieron en un hotel próximo a la Central del Norte. Israel la llevó al día siguiente a casa de sus padres, y más tarde la escondió en un pueblo de Morelos.
Pronto llegaron noticias, sin embargo, de que Soledad Ramírez había dado con los padres de Israel y los había amenazado de muerte: no iban a quedarse cruzados de brazos mientras se les iba la muchacha. Soledad Ramírez hizo una oferta: ahora Mayra trabajaría para ella; a cambio, la protegería de Héctor. “No me quedó más que regresar”, recuerda Mayra.
Asesorada por su nueva patrona, denunció a González Rogelio ante el Ministerio Público (averiguación previa 03/03212/9309). Pero no pasó nada. O sí: éste fue a sacarla del cuarto en el que estaba trabajando, acompañado por unos agentes, y la sacó a la calle del cabello. La arrastró hasta su auto, aunque no pudo llevársela debido al escándalo que se armó: sus compañeras gritando y las recamareras asiéndola de los brazos. Mayra alcanzó a desprenderse y se encerró en una habitación.
Por esos días notó que le habían aparecido en el cuerpo unas manchas negras y rojas. Que tenía en un seno “una bola verdosa”. Eran las sustancias que Héctor le había obligado a inyectarse. Y es que Sullivan no perdona. A ninguna la deja intacta.
III. “Eres una india que das asco”
“Ya los clientes me empezaban a preguntar por qué tenía las piernas negras, ya no podía esconder las lesiones de mi cuerpo. También otras mujeres a las que les habían inyectado sustancias en los glúteos y en los senos estaban enfermas: Marcia, Laura, Lucía, Rosa, Rosalinda…”.
En los 16 años que pasó en una banqueta de la calle de Sullivan, Mayra vio pasar tres presidentes. Pasaron también jefes de Gobierno y jefes delegacionales, todos ellos de izquierda. Para las esclavas sexuales de esa calle, sin embargo, nada cambió. Algunas veces, incluso empeoró. En tiempos de Dolores Padierna, “llegaban a Sullivan carretadas de mujeres nuevas”.
Mayra había logrado huir del padrote que la enganchó y solía propinarle golpizas bestiales: Héctor González Rogelio. La Madame de Sullivan, Soledad Ramírez, le había ofrecido protección a cambio de obediencia absoluta. Pero el precio era alto: trabajar todos los días, comer de pie, reprimir las visitas al sanitario para no perder clientes y ser sometida a toda suerte de maltratos: “Eres una india que das asco”.
Israel, el chofer que la había ayudado a huir de González Rogelio, se cansó pronto de ella. Meses después de procrear un hijo —“estuve en Sullivan siete meses, hasta que un hombre pidió que le regresara el dinero porque estaba panzona”—, Israel se fue a buscar trabajo a Estados Unidos.
Los padres de éste le permitieron a Mayra quedarse a vivir en su casa, pero con la condición de que “le siguiera echando ganas al trabajo porque nada era regalado en esta vida”.
Soledad Ramírez obligaba a las mujeres que regenteaba a entregar cien pesos cada semana a la asociación Aproase, que dirigía Alejandra Gil, “porque los operativos estaban muy duros y ella iba a negociar con los funcionarios”. Mayra pagó la cuota durante una década. Gil fijaba con las “representantes” —Cecilia Alarcón, Margarita Lara, María Elena Ruiz Peralta— las sumas que se iban a entregar “para que ya no las molestaran”. Un sobrino de la Madame, Enrique Ramírez, cobraba mientras tanto la cuota regular.
Las “representantes”, cuenta Mayra, sólo aceptaban mujeres que les llevaban los padrotes, porque éstas eran más fáciles de controlar. Oficialmente, sin embargo, todas se hacían pasar como “trabajadoras voluntarias”.
Las manchas negras y rojas de las piernas, la “bola verdosa” que le surgió en un seno, la llevaron un día al hospital. “Me enviaron a Oncología”, recuerda. Fue imposible salvarle el seno. Fue necesaria una mastectomía radical.
“Se estaban acabando mi cuerpo, pero como no tenía para mantener a mi hijo, regresé a trabajar”. Mayra notó que Soledad se había vuelto indiferente: “Ya tenía mujeres nuevas”.
Si se quejaba de sus dolores, la Madame le decía que ella había tenido 17 abortos y nunca se había quejado. Que siguiera trabajando.
Mayra dice que un cliente le dijo cierta noche que nadie tenía por qué adueñarse de lo que Dios le había dado, su vida, su cuerpo, su libertad. Se ofreció a ayudarla. “Decidí confiar en alguien por última vez”, dice.
Comenzó a sacar su ropa poco a poco y una mañana se fue con su hijo. Había intentado que la asociación de Alejandra Gil le pagara el tratamiento médico, pero Gil le respondió que si no tenía recibos no tenía derecho a pedir nada.
“Vivieron de nosotras alegando que teníamos derechos y el único derecho fue el de explotarnos. Todas esas personas me truncaron lo que alguna vez pude ser”, afirma Mayra. La parte final de su testimonio es un gancho al hígado:
“Las autoridades les dieron permiso para que ellas hicieran de nosotras lo que quisieran... Cuánto tiempo pagué mi derecho a seguir en este mundo con tanto ser repudiable que existe en México. Cuántas hemos pasado por lo mismo: mujeres que quizá ya no vivan para contarlo, y otras que sobreviven como yo, siempre luchando por su vida en un hospital”.
A Soledad Ramírez la mató de un tiro en la cabeza uno de sus hijos, para quedarse, según las autoridades, con el negocio. Héctor González Rogelio desapareció: “está libre como el viento”, según Mayra. Alejandra Gil fue condenada a 15 años de cárcel. Y Mayra sigue luchando. Hace unos años se fue de la ciudad que la trituró.
Tuve acceso a su testimonio gracias a la activista contra la trata de personas Rosi Orozco.
Orozco admite que tras varias décadas de omisiones y corrupción sin límite por parte de las autoridades capitalinas, la trata de personas hoy es atacada por primera vez frontalmente. “No queda ni la tercera parte de lo que hubo hace unos años”, dice.
Un punto para el gobierno de Mancera, aunque no se puede olvidar que esa tercera parte, además de brutal, sigue siendo inmensa.
@hdemauleon
demauleon@hotmail.com