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Conseguir comida digna en La Gran Familia no era cosa fácil. Si los niños no querían alimentos podridos tenían que trabajar en las tareas que les asignaba Rosa Verduzco, Mamá Rosa, para ser retribuidos con un “vale”, una pequeña hoja de papel con la firma de ella, que era válido en el albergue a cambio de los víveres en buen estado que le eran donados; justo como en las tiendas de raya.
Juan Carlos trabajó como albañil para poder comer, y su hermano Pablo pasó la mayor parte del tiempo alimentándose de cosas en pésimo estado, los chilaquiles rancios con cucarachas, por ejemplo.
Quizás por eso ambos hermanos sueñan hoy con estudiar gastronomía, para dejar atrás el sabor de las cáscaras de piña que a veces tenían que comer. Se alimentaron tan mal durante tanto tiempo que hoy se dicen inmunes a todo y no recuerdan la última vez que enfermaron.
Juan Carlos intentó fugarse dos veces y Pablo fue liberado junto con otros 458 jóvenes en el operativo policiaco realizado en julio de 2014.
La ayuda que nunca llegó
Al año siguiente los ganapanes, como apodó Enrique Krauze a los habitantes del albergue, se reunieron con representantes de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV): el comisionado Adrián Franco, el subdelegado en Jalisco, Antonio de Jesús Terán, y Francisco García. Los tres se comprometieron a ayudarlos a obtener la documentación oficial que perdieron en el albergue, como actas de nacimiento y certificados escolares.
“Nos dijeron que la escuela estaba garantizada y no íbamos a pagar nada”, asegura Juan Carlos. A Pablo, de 16 años, le entregaron un documento que no le aceptaron en ninguna institución educativa y a Juan Carlos, de 25, le ofrecieron una terapia, la cual abandonó porque el responsable rara vez tenía tiempo para atenderlo.
Juan Carlos consiguió sus papeles por su cuenta, actualmente cursa la preparatoria y se mantiene de la venta de fruta picada en las calles de Guadalajara. Pablo vende aguas en un puesto ambulante del centro, el dueño del negocio le paga 100 pesos por día, y no va a la escuela.
Aunque desea adentrarse al mundo de la gastronomía, Juan Carlos optará por estudiar ingeniería en sistemas en cuanto acabe el bachillerato. Pablo cocina sopas y omelet en casa durante su tiempo libre.
Antonio, de ascendencia wixárika (huichol), también habitaba el albergue y consiguió sus papeles con la ayuda de la Fundación FIND, que dirige Juan Manuel Estrada. Ahora vive con su hermana en Tlaquepaque y estudia en la Escuela de Enfermería del IMSS de Guadalajara. A sus 24 años desea ingresar a la carrera de Medicina.
Tiene muy clara su desconfianza en los políticos desde que La Jefa lo obligó a él y a otros jóvenes a votar por el PAN en la última elección local, cuando les entregó las credenciales que tenía en su poder, los sacó en masa y al volver les retiró las identificaciones de nuevo.
En agosto de 2015 cuatro sujetos armados con navajas acudieron a las instalaciones de la Fundación FIND, una de las más activas en la defensa de estos jóvenes, para amenazar de muerte a Estrada. Le dijeron que venían de Michoacán, en donde “estaban bien pesados”, y le reclamaron por el cierre del albergue; le advirtieron que “no se iba a quedar así”. Tras ser detenidos quedaron a disposición del Ministerio Público.
“La Jefa sin querer te armó chingón”
Bryan también habitó “el infierno” —como llama al albergue—, pero no comía desperdicios. Creó una pequeña red de contrabando que le permitía comerciar con los niños a quienes les mandaban dinero. “Ahí el que tenía billete y era bueno para los madrazos era el rey”, relata.
Traficaba tenis, ropa, alimentos y jabón, lo básico. “Diario teníamos dinero en la bolsa, a veces hasta podíamos comprar pollo”, comenta. Hoy trabaja en un supermercado para cumplir su sueño de ser cantante de rap en West Virginia. Grabó su primera canción y un productor puertorriqueño le ha hecho guiños por su talento.
En su cara se dibuja una sonrisa cuando habla del hip hop, hace planes para vender su música y calcula el dinero que recibiría por cada descarga, sus canciones no hablan de sexo o de violencia, “es música para crear conciencia, pero con un estilo propio”, asegura.
Prefiere hablar de eso que de Mamá Rosa. “¿Qué te digo? no le hallo el chiste a andar peleando, no le vamos a ganar a esa ruca”, dice.
Bryan, al igual que Juan Carlos, desertó de las terapias de la CEAV. Cuando recobró su libertad vivió dos semanas con su papá, no se sentía cómodo después de pasar toda su infancia en el albergue. Hoy habita una casa en Zapopan, en donde ofrece techo a otros jóvenes que vivieron con él en La Gran Familia.
El subdelegado en Jalisco de la CEAV, Antonio Terán, dijo que han entregado documentación a varios jóvenes y que enfrentan un problema con el descuido puesto que, asegura, es común que pierdan sus papeles.
El funcionario explicó que uno de los mayores retos que enfrentaron respecto a los certificados escolares fue que muchos niños no tenían ningún registro ante la Secretaría de Educación de Michoacán, aunque presuntamente habían cursado los ciclos escolares al interior del albergue dirigido por Mamá Rosa.
Pese a que los casos de algunos jóvenes del albergue no obraban en la averiguación previa los han atendido, pero es común que no se quieran sujetar al tratamiento sicológico o incluso tienen problemas de adicciones, derivados de los sucesos traumáticos que vivieron al interior de La Gran Familia.
Juan Manuel Estrada señala que hay un abandono institucional hacia los muchachos y que no ha habido un seguimiento serio a las víctimas, “el Estado abrió la puerta del albergue y luego los dejó a su suerte”.
Él comenzó una nueva estrategia legal para que se repita el diagnóstico de inimputabilidad a Rosa Verduzco y se reabra el juicio.
No obstante, Bryan ha decidido dar vuelta a la hoja y dice: “La Jefa pudo haber sido una mierda, pero sin querer te armó chingón, te dejaba sin tragar o te golpeaba, pero ahorita sales a la calle y aguantas todo. Lo peor de la tortura es que no puede ser peor. Sí te afecta, pero si no la pasas mal ¿cómo vas a ser de grande?”.
Los otros tres jóvenes no apoyan esa posición, pero de lo que sí están seguros es que ese “infierno” no les robó los sueños.