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* Magali Tercero
“Hasta el cielo lloró por la muerte de Jacobo Zabludovsky”, me dijo el taxista. Era la una de la tarde y avanzábamos lentamente rumbo al Panteón Israelita, en la colonia 16 de Septiembre, cuando la tormenta arreció.
No me preocupé, seguramente porque no sabía que, en la religión judía, los sepelios son breves pues nadie debe ser enterrado mucho después de su fallecimiento.
Lo cierto es que la prensa no tuvo acceso a la cortísima ceremonia luctuosa, realizada en un patio del panteón ubicado a espaldas de la entrada de Sur 144, donde se enterró a Zabludovsky. Justo a la 1:12 pm, según relató un entrevistado, la puerta del patio se abrió para trasladar el féretro al lugar donde sería enterrado el que fue un hombre destacado, lleno de claroscuros, leal al sistema priísta como muchos de su generación, uno de los primeros en realizar noticiarios por televisión en los años 50.
“Todo lo del terremoto lo contó por el celular”, me decía el no tan joven taxista a la 1:15 de la tarde. Le dije que en 1985 aún no existían los celulares, pero él insistió en que sí. Él mismo vio los armatostes por donde hablaba la gente. Ya no tuve ánimos para decirle que Zabludovsky hizo su “crónica espontánea, improvisada, emocionada del acontecimiento más dramático que ha vivido nuestra ciudad”, como él mismo la calificó vía telefónica, usando el aparato instalado en su coche aquel 19 de septiembre.
“De 1 a 3”
A los primeros que vi al llegar a la esquina del panteón fue a los reporteros de Radio Centro, la estación donde el célebre periodista transmitió durante los últimos años su noticiario De 1 a 3. Se veían compungidos. Uno de ellos, el locutor, se disponía a dar su reporte. Alguien a su lado escuchó mi pregunta y señaló rápidamente un estrecho portón negro que estaba cerrado. “No dejaron entrar a la prensa”, dijo.
Recargadas en la pared estaban las ofrendas mortuorias de Miguel Alemán, de la Secretaría de Salud del Gobierno del DF, de Genaro Borrego, de la familia CBRE, cuyas iniciales nadie me supo descifrar, del Comité Olímpico Mexicano, de Carlos y Patricia Padilla, de Jorge Aristóteles Sandoval [gobernador de Jalisco], de la Embajada de Cuba y algunas más.
Un señor de aproximadamente 60 años, canoso y esbelto, me explicó que la comunidad judía no acostumbra realizar funerales largos. “Sólo entran los allegados y por eso los periodistas están afuera. Los deudos no podrán pisar el panteón en 30 días y los más cercanos no pueden afeitarse ni cortarse el cabello”, agregó.
Le pregunté si había conocido a don Jacobo, como él lo llamó, y respondió que sí, que ha trabajado 40 años con unos primos suyos y por eso le tocó fungir de chofer o hacer algún encargo para el periodista.
También asistió a su boda. Lo que más recuerda de él es su sonrisa: “Mi primer trabajo con los primos de Zabludovsky fue de chofer. Cuando lo conocí personalmente me tomó la mano y ahí tengo mi foto con él. Siempre la guardo y más ahora. Saludaba a todo mundo de mano y su rasgo particular era una sonrisa envidiable. No importaba si se sentía mal o se sentía deprimido, él sonreía. Sonreía a la adversidad, no importaban sus dolencias y sus cansancios tampoco se notaban.
“Su pasión era la noticia. Se paraba a las cinco de la mañana. Yo lo conocí cuando estaba en Televisa en su programa 24 horas, lo volví a ver cuando se casó uno de sus primos que es Isaac”. Salvador, que es su nombre, siguió hablando de su admiración por este hombre, mientras me enseña fotos que acaba de tomar.
Ahí veo la tumba aún fresca de Zabludovsky. “Jacob Ben David” (“Jacobo hijo de David”) es el primer nombre inscrito humildemente en la madera que de momento sustituye a la lápida. Luego viene el nombre que todos conocemos. Está en hebreo, me explica mi momentáneo Virgilio. “Y ahí está su secretaria, compungida”.
Más tarde, cuando nos abran el pequeño portón, podré ver con su humilde letrero la tumba con mis propios ojos, como solía insistir Zabludovsky a los principiantes, después de que dos o tres colegas convencimos a empleados de la funeraria.
No me tocó la ceremonia pero sí me tocó ver el extenso lavamanos con cuatro llaves a la entrada del patio. También vi un contenedor de plástico blanco lleno de kipás, pequeños sombreros usados por los judíos varones en honor a Dios.
Vaya jueves de tormenta. Cuántos “hasta el cielo lloró” escuché en el Panteón Israelita.