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Solos. Así se encuentran muchos de los migrantes repatriados a México que fueron enviados de vuelta en camión, avión o trasladados en alguno de los 11 puntos oficiales ubicados en la frontera norte.
Las ONG que atienden estos grupos,
denominados retornados, cuentan que su abandono surge después de que la autoridad migratoria dice: “Hemos cumplido con traerte de vuelta. Adiós”.
“Regresan para navegar en este país que es suyo, pero que también les es ajeno”, sintetiza Rebeca González, quien encabeza el programa de Vinculación y Atención a Migrantes de Retorno a México, del Instituto de Investigación y Práctica Social y Cultural (Iipsoculta), del que nace la Asamblea Popular de Familias Migrantes (Apofam).
“El gobierno federal garantiza un regreso seguro a la Ciudad de México, su comunidad o a la frontera. Les da comida y una constancia de repatriación que no les sirve de mucho. Lo que ocurra al día siguiente no es su responsabilidad. Esto es grave, porque no hay un programa de reinserción social o laboral para ellos. Obama dejó a Trump la infraestructura perfecta para la deportación: en ocho años él regresó a 3 millones, Trump quiere empezar con 2 millones. Estados Unidos está preparado para hacerlo, pero el gobierno mexicano no, ni para recibirlos, ni para reinsertarlos”, precisa.
Luis Trigueros, de 57 años y originario de Sonora, y Julia “N”, capitalina de 38 años, narran sus historias de repatriación.
Ambos viven en la Ciudad de México y hoy sobreviven como pueden, solos o con algunos apoyos familiares. Rebeca González desglosa los problemas urgentes que no han sido abordados o resueltos.
¿Quiénes son?
El instituto trabaja desde hace 15 años con ellos. Asegura que cada mexicano que emigró ilegalmente a Estados Unidos fue interpretado por el gobierno federal y por los estatales como un connacional menos que atender.
“Nunca pensaron que volverían y mucho menos en masa. La figura de migrante en retorno no existe para ellos, desconocen quiénes son y sus circunstancias”, refiere Rebeca.
Por ejemplo, Luis Trigueros llegó al estado de Georgia, Estados Unidos. Se casó con una estadounidense, aprendió inglés y desempeñó el oficio que sabía desde niño: la carpintería.
El 24 de mayo de 2002, el gobierno de la Unión Americana le otorgaría la ciudadanía; sin embargo, recibió a destiempo la notificación de la Corte y su ausencia fue interpretada como desacato, por lo que se ordenó su deportación.
La acción no sucedió porque emigró a
Mississippi donde fue detenido algunas veces por manejar en estado de ebriedad. Tiempo después fue atropellado, detenido y enviado a la cárcel. En total, vivió tres deportaciones (2007, 2009 y 2015). En las dos primeras regresó como pudo; sin embargo, en la última no pudo volver y se quedó en la República.
El caso de Julia es diferente, aunque no menos difícil. Vivía con sus padres en la delegación Gustavo A. Madero, en la Ciudad de México, su hermano estaba como ilegal en Estados Unidos y ella lo alcanzó con la mediación de un coyote. Vivieron un año en California, pero él fue deportado. Su intento por volver le costó la muerte. Julia trajo el cadáver a sus padres y luego regresó como indocumentada; trabajó en el campo y conoció a su esposo, un mexicano residente con quien procreó cuatro hijos y una vida segura como ama de casa, por lo que nunca tuvo necesidad de aprender inglés.
Después de 12 años, con el objetivo de ver a sus padres, viajó a México con su familia, pero al regresar a Estados Unidos, sólo su esposo e hijos pudieron entrar.
“No puedo hacer nada más por ti, me dijo él y se despidió”, recuerda. En cuatro ocasiones buscó reingresar como ilegal, pero en cada intento ganó una deportación a Coahuila, Ciudad Juárez, Nogales y Tijuana. “Por eso conozco toda la frontera”, dice.
“Estar allá y sola no es fácil. En una ocasión un pollero me dio tres puñaladas, viví experiencias muy violentas y en algún momento estuve secuestrada mucho tiempo; perdí todo, hasta la razón. Pase por cárceles, hospitales y desiertos. Ahora que llegué a casa de mis padres dejaré todo en manos de Dios”.
Sin dinero, ni identidad
Para comprender mejor el sentir de los retornados, en 2015 Apofam habló con 300. Con sus testimonios elaboró un estudio que permitió comprender su situación en la CDMX; por ejemplo, 80% nació aquí, mientras que el resto no, aunque se quedó al no tener familia, ni opciones laborales en sus comunidades de origen.
El 65% eran hombres, el resto mujeres; todos en edad productiva (menos de 45 años) y con al menos 10 años de vida en Estados Unidos. Por eso, al regresar, la capital les pareció ajena. Al volver carecieron de identificación oficial o documentos que validaran quiénes son, dónde viven y los oficios que aprendieron o desempeñaron como migrantes (en la jardinería, construcción, limpieza de casas, oficinas, cocina o cuidado de niños).
“Reportan haber llegado sólo con la ropa que llevaban puesta, tener que dormir en la calle por varios días o semanas, sin dinero para comer ni pagarse un hotel, puesto que la capital [y muchos estados] no cuentan con albergues para esta población. Por eso trabajaron de lo que sea, por ejemplo, de guardias privados, en la limpieza, venta de comida, comercio informal o call centers, para quienes hablan inglés”, enlista Rebeca. Sin dinero para pago de transporte, recorrieron grandes distancias a pie y las llamadas telefónicas fueron imposibles, incluso para solicitar asesoría jurídica.
Luis Trigueros retrata fielmente las condiciones. “No tengo trabajo, me dicen que quieren carpinteros de menos de 35 años. Conseguí empleo para hacer limpieza en el Metro, pero no me pagaron y eso me causó una embolia por la presión. Por si fuera poco, la semana pasada me caí y rompí un brazo”.
Su seguro de desempleo terminó en agosto. Sobrevive con lo que le regalan como ayuda o con lo que obtiene por la venta de rosas hechas con papel de baño o limpiapipas.
Apofam le apoya con el pago de renta del cuarto donde vive; come (cuando puede) en espacios comunitarios y viste la ropa que le obsequian en una iglesia.
Afirma que en Estados Unidos nunca le faltó dinero, ni trabajo, porque construía casas de madera.
Desea regresar para vender dos propiedades que su esposa se quedó. “En Estados Unidos me dicen criminal, ¡pero no lo soy! Aquí busco trabajo todos los días, en oficinas y empresas, pero no validan mi experiencia, porque soy viejo”.
Si Julia sobrevive actualmente es por el techo y comida que sus padres le dan. Aprende a vender cosméticos por catálogo.
“La Secretaría de Desarrollo Rural me dio trabajo temporal, siete días, en un módulo de información para apoyo a migrantes y asistí a muchos con los beneficios que no tuve. En Apofam me brindaron apoyo legal y contacto con abogados estadounidenses, porque quiero volver a tener a mis hijos conmigo”.
Si pudiera, también se iría a Estados Unidos, “porque fue mi país por casi la mitad de mi vida, allá nacieron mis hijos y el hecho de tener cuatro deportaciones no me convierte en criminal”.
Faltan redes de apoyo
Rebeca González enfatiza que los repatriados no cuentan con redes de apoyo sicoemocional, ni sicosocial para curar la tristeza, incertidumbre, insomnio, depresión y ansiedad en que viven, después de pasar por la detención en los centros de migración, la separación familiar y la falta de dinero en una ciudad desconocida.
“El seguro de desempleo es útil y la asesoría que reciben para poner un negocio también. Pero no hay un acompañamiento real para tramitar y tener una credencial del INE. No se las darán, si no tienen dónde vivir ni un comprobante de domicilio. Y sin eso, tampoco son candidatos a un crédito”.
Con los empleos ocurre igual. Apofam detectó insensibilidad y desinterés en el sector empresarial para conocer, al menos, las habilidades del repatriado que no tiene identidad oficial ni domicilio. “En una cadena de restaurantes nos abrieron una puerta en el área de cocina, pero el sueldo era de 3 mil pesos mensuales; una constructora mexiquense nos apoyó también con algunos empleos como molderos, pero no es suficiente. ¿De qué sirve tener millones de empresas que les piden requisitos que no tienen? Y del otro lado ocurre igual, muchos deportados dicen que el sueldo es poco porque el salario que ganan aquí nunca les será suficiente, en comparación con Estados Unidos”.
La asociación contacta a los migrantes que llegan para que, entre sí, puedan crear redes de apoyo, aunque sea para hablar de sus experiencias frente a un futuro poco esperanzador. Luis Trigueros dice: “¡Aquí no existo!, deseo un trabajo para, al menos, recoger basura. Pero ni eso, ¡veo tantos parques sucios!”.
Porque su situación es menos dura, Julia conserva un poco de confianza. “Me gustaría trabajar en un escritorio donde llegaran todos los deportados para decirles: ‘¡Existen ayudas!’, mínimas, pero las hay. Yo los entendería bien porque ya lo viví, en cuatro años sólo me mandaban de un lado a otro. Contar mi historia me ayuda, porque me libera y limpia el corazón”.
De manera global, Rebeca concluye: “Es el momento de sensibilizarnos con los que, con o sin papeles, aportaron a la economía nacional con sus remesas. El gobierno federal, estatal, sector público, privado y sociedad tenemos que apoyarlos, eliminar la burocracia y hacerlos visibles en su reinserción al país”.
Sobre los planes integrales
Como especialista en seguridad y migrantes, Eunice Rendón enfoca el problema desde una perspectiva gubernamental.
“Si la deportación no está bien planeada, no puedes saber cómo reinsertar a estas personas en México, porque ellos necesitan entrar a un lugar donde puedan ser absorbidos económica y socialmente”. Ante la falta de albergues gubernamentales que reciban a los retornados, Rendón precisa que la solución es crear programas integrales, no individuales. “Por ejemplo, Somos México, de Segob, es bueno, pero tendríamos que sumar a las secretarías de Economía, del Trabajo, Educación Pública, que con sus plataformas podrían certificar las habilidades laborales de los deportados. Juntos podemos tejer alianzas con el sector privado para revisar qué perfiles y cuánta gente pueden integrar a sus empresas”.