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Todo comenzó con un dulce. Aquel día Karla Jacinto fue plantada por sus amigos, a quienes esperaba para ir a patinar. Ella tenía apenas 12 años y su refugio ante los problemas familiares era patinar en la calle. No tenía amigas, sólo se juntaba con dos jóvenes y ese día no llegaron.

Un niño con una caja se le acercó y le dio un dulce que un admirador le había mandado. Tres meses después el infierno comenzó.

“Fui abusada desde muy chiquita, viví en un ambiente de golpes y maltratos. Él [el tratante] se acercó a mí y me invitó a comer y a tomar un helado. Yo era poco sociable y nunca le había contado a nadie lo que pasaba en mi casa”, recuerda Karla.

El joven, 10 años mayor que ella, se ganó su confianza, le dijo que era víctima, que en su casa lo golpeaban y Karla por primera vez se abrió a una persona. “Le empiezo a contar todo lo que traía dentro. Todo lo saqué con él y fue la primera persona que se enteró de todo por lo que yo pasaba y empezamos a llorar, me dijo que me entendía, que sabía lo que yo sentía y pensé: ‘¡guau!’”.

Pasó una semana y volvieron a encontrarse. Él le ofreció ir a Puebla, porque le dijo que era comerciante. La llamó “princesa”. Llegó a la segunda cita con rosas y chocolates. Karla no tardó en convencer a su padre de que la dejara ir a Puebla.

“Fuimos a Puebla y Tlaxcala. Le habló a su hermano y llegó en un coche que cuando lo vi me fascinó. Fuimos a dar vueltas y conocimos a sus primos y ellos sabían todo de mí y me dijeron que él me amaba, que quería algo serio conmigo. Mi máximo anhelo siempre que salía a la calle y veía a las familias pasear era tener algo así. Que ellos me dijeran eso eran cosas que me llenaban de ilusión, que me hacían sentir mariposas en la panza”.

Karla regresó a casa de madrugada y tras una discusión con su madre la corrieron. “Elegí la puerta que se me abrió. Había alguien que me ofrecía respeto, cariño, comprensión”, narra.

Los primeros tres meses fueron perfectos, llenos de amor, pláticas, ropa, zapatos. Pero algo en ese edificio de Tlaxcala era extraño.

Mujeres entraban y salían cada semana y su pareja le aseguró que eran comerciantes como toda su familia, pero después comenzó a hablar con la verdad. “Me dijo que sus primos eran padrotes y yo le pedí que me explicara porque no sabía. Me dijo que cuidaban a chicas que se dedicaban a la prostitución y me preguntaba: ‘¿qué pasaría si tú trabajaras de eso?’. Constantemente me bromeaba con esas cosas. Después me dijo que yo tenía que trabajar y me imaginaba lavando trastes, limpiando casas, pero no, me empezó a explicar de qué iba a trabajar, cuánto tenía que tardar, qué tenía que hacer en el cuarto y me mandó a Puebla con otra mujer”.

En Puebla vio por primera vez una “pasarela”; detrás de la cortina roja había varias mujeres enfiladas. “Sentí miedo, estaba asustada”.

No la dejaron trabajar porque tenía 12 años y para ello le consiguieron una identificación falsa. Su primera vez fue en Guadalajara.

“Cuando estuve con otro hombre por primera vez me preguntaba por qué el chico que decía que me amaba me hacía daño, por qué dejaba que otras personas me tocaran si decía que quería una familia conmigo”.

Eran de 30 a 40 clientes por día, hombres y mujeres. Su cuerpo soportaba horarios laborales de 12 horas y los fines de semana se prolongaban más. Necesitaba analgésicos para aguantar. “Desde la primera vez te quedas muerta en vida, te tocan diferentes hombres y las chicas menores de edad somos carne fresca. Me insultaban, pegaban, escupían, no me respetaban y así pasaban días, semanas, meses... hasta que se convirtieron en cuatro años”, dice Karla.

En esos cuatro años viajó de Guadalajara a Irapuato y después a Puebla. Fue golpeada por su pareja con cables, cadenas, clavos. En una ocasión la quemaron con una plancha. En un primer embarazo abortó a gemelos. A los 14 tuvo un segundo embarazo y a los 15 recibió a su hija, de quien la separaron durante un año.

“Las autoridades que nos tenían que ayudar también se ocupaban con nosotras, sacaban a los clientes y se metían con nosotras; federales con uniforme se ocupaban de nosotras. Se supone que ellos nos tienen que apoyar y ayudar y no, también nos trataban como una cosa”.

No pensó en escapar porque la amenazaban con matar a su familia, con hincar a su madre y a sus hermanos y darles un balazo en la cabeza; después le dijeron que su hija pagaría las consecuencias.

Uno de sus clientes, el único que la trató como una persona, la ayudó a escapar. Le dio dinero para convencer a su tratante de que le permitiera ver a su hija e ir a su casa. Se ganó el permiso pagando en efectivo y haciendo lo que siempre temió: tuvo que enseñarle a otra menor a hacer lo que ella hacía. “Me dio a la niña y mi cliente me ayudó a llegar a un taxi, me llevaron a la central y regresé a la Ciudad de México”.

Fue un proceso largo, pero en la Fundación Camino a Casa le enseñaron a ser madre, a confiar en ella y a salir adelante.

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