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Lo imagino en esa celda diciéndose qué bueno, que ya, que sí valió la pena. Consolándose: pasándose la mano esposada, imaginaria por el lomo, susurrándose palabritas de aliento: que ahora tendrá que ser fuerte para aceptar lo que se viene, que no va a ser fácil, pero que para él nunca nada fue fácil y que siempre supo estar a la altura, que por eso él fue él. Y entonces, quizás, en un respingo, se pregunte por qué se dice fue, por qué se piensa en el pasado.
Y ese sería el momento, si acaso, en que, casi sin querer, se pregunte qué podría haber hecho distinto. No si podría haber vivido distinto, no; sólo si en estos últimos meses de cabalgata delirante podría haber hecho otra cosa, irse a otro lugar, cambiar su cara o sus maneras, renunciar a ser él y empezar a ser otro muy otro en un sitio lejano. Pero sabe que no habría sabido cómo hacerlo; que había sido muy difícil convertirse en él, pero mucho más difícil habría sido convertirse, ahora, ya mayorcito, ya tan hecho, en otro, que era un esfuerzo que no estaba en condiciones de enfrentar. Y que, además, no le daba la gana.
Y que habría sido pura pérdida. Sabía —desde hace años sabía— que ya no tenía nada que ganar pero sí mucho que perder. Que ya no podría conseguir más que lo que tenía y que conservarlo sería un esfuerzo sobrehumano. Había aprendido lo que era vivir en la zozobra permanente, en la preocupación, la desconfianza, el sobresalto. Y todo para conservar su poder, porque no hay nada más jodido que un todopoderoso que se vuelve débil, es, luego luego, un hombre muerto.
Que tenía todo que perder, se dirá, digo, pero que lo que no podía perder era su historia, y que esa la ganó. Se escapó, se cagó en todos, les demostró que él seguía siendo él; ya no le quedaba mucho por hacer. Ahora vendrían, claro, tiempos duros, encerrado, amenazado, con enemigos de todos los colores, viejos y muy nuevos, auténticos y simulados, que harían todo lo posible por humillarlo y vengarse de las humillaciones que él les hizo. Tiempos jodidos, el precio de tantos años de poder y de jarana. Tiempos jodidos, pero, al fin y al cabo una buena platea para mirar cómo va creciendo en las memorias. Y entonces, en un momento de abandono, un suspiro de alivio; bueno, ya. Ya lo hiciste, buey, ya puedes descansar. Alguien cantará alguna vez que El Chapo supo convertir a todo México en un mar, tanto que fue necesaria la Marina para agarrarlo en sus montañas. Ya eres leyenda, buey. Y encima sigues vivo: qué más quieres, se dirá, casi contento, buey, antes de derrumbarse.