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México es un ejemplo negativo para José Mujica, ex presidente de Uruguay. Tiene mucho aprecio por los mexicanos y por lo que significa ese país para América Latina. También cree que debería estar a la vanguardia y lo ve como mucho más divisionista y machista que Brasil. Percibe en México un problema cultural, vestigios de una época que debe ser superada para lograr una mayor integración.

“Estuve en Guadalajara en una casa vieja en la que me dijeron que había estado Zapata. Tenía a los hombres de un lado y a las mujeres del otro. A los hijos hombres los trataba mucho mejor que a las mujeres. Era una cosa de la prehistoria. Un machismo atroz que no podías creer. Les tengo una simpatía bárbara a los mexicanos. Además, los siento hablar y son todos como Cantinflas, me dan una ternura bárbara. Pero el machismo te dan ganas de agarrarte la cabeza. ¡Si faltará todavía! En otras partes de América se ve el racismo y en la cordillera de los Andes hay una diferencia grande entre los blancos y los cholos y eso es brutal. Hay un apartheid de los propios indios, muy defensivo. Es comprensible, son siglos de sometimiento”.

La amenaza. Dos golpes fuertes y secos en la puerta de la cocina resquebrajaron el silencio nocturno. Mujica leía al costado de la estufa de leña encendida, a unos 10 metros de distancia. Estaba solo y era raro que recibiera visitas cuando había anochecido. Tampoco tenía sentido que el llamado fuera a la puerta trasera y no a la principal, luego del control de los encargados de la seguridad a la entrada de la chacra. “Algún vecino que necesita algo”, pensó el presidente y se levantó con dificultad de su sillón. No reconoció a quien lo miraba tras el vidrio rectangular de la parte superior de la puerta. Era un hombre de unos 40 años, corpulento, con aspecto de militar. Un coronel del Ejército, fue lo primero que pensó. Quitó el cerrojo y lo invitó a pasar y sentarse a la mesa de la cocina, frente al refrigerador y a la pileta para lavar la vajilla. Casi no intercambiaron palabras. Los saludos de rigor y muy poco más. El visitante abrió una notebook que llevaba bajo el brazo y seleccionó un video que ya tenía separado. Puso play y en pantalla aparecieron tres personas con uniforme militar de combate y pasamontañas para ocultar sus rostros, sentados tras una mesa y con los pabellones patrios de Uruguay como telón de fondo. Leían una proclama en la que amenazaban a jueces y fiscales por los procesamientos con prisión de oficiales por violaciones a los derechos humanos durante la dictadura (1973-1985) y anunciaban que procederían a la liberación de sus “presos políticos”. Hacía poco más de un año que Mujica era presidente y la noticia sobre la existencia de ese video estaba en todos los medios de comunicación, pero él no había visto el material.

Después de la exhibición, el hombre cerró la computadora, le anunció que le iban a enviar una copia a su oficina, se levantó, saludó y se fue por la misma puerta, que había permanecido abierta. Mujica quedó sentado y sin reaccionar unos segundos, antes de volver a pasar el cerrojo. Se fue a dormir sin decir nada a nadie. Su esposa estaba de viaje y los encargados de la seguridad mantenían la vigilia afuera, sin percatarse de nada. Semanas después, nos contó el episodio con cierta preocupación. Lo interpretó como un aviso, una demostración de lo expuesto que estaba hasta en su propia casa. Sintió miedo, pero prefirió mantenerlo en secreto para no provocar un escándalo político y una mayor custodia a su alrededor. Sí se lo dijo a un juez cuando lo interrogó sobre el caso del video, que ya había generado una investigación judicial, y le pidió que no lo hiciera público. “¿Por qué no lo detuvo?”, preguntó el magistrado al escuchar el relato de Mujica. “Ni loco. Andá a saber cuántos eran y cómo reaccionaban”, fue la respuesta del presidente. Nunca llegaron al intruso y Mujica siguió como si nada hubiera pasado, pero es probable que haya registrado el mensaje y actuado en silencio. El caso se terminó archivando y su casa recibiendo muchas más visitas que antes. De todas formas, ese episodio quedó en su memoria.

—Fue brutal, tas loco. No es joda esto. Conocen mi casa. El tipo tuvo que entrar caminando por el costado, por el campo. —No entiendo por qué no contaste nada. —No le dije a la guardia porque me empiezan a hacer misterio, me llenan de policías y sirenas y no puedo dormir nunca más. Eso fue un trabajo de inteligencia de milicos de los verdes, no de los azules (policías). Llevando el video a casa, mostraron un alarde de eficiencia, como diciendo: “Mirá Pepe que estás regalado”. Estaban marcando terreno. —No se necesita conocer mucho Uruguay para darse cuenta de que estás regalado, ¿no? —Sí, pero que se te metan en tu casa de noche significa otra cosa. Yo igual siempre tengo algún fierro guardadito por ahí, pero no soy loco. No me quiero complicar porque si te la quieren dar, te la van a dar.

—Matarte a vos debe ser más fácil que matar a un diputado. —Sí, pero yo les digo a los compañeros: “¡Sabés qué entierro!”. Una movilización de masas. ¡Mataron al presidente de Estados Unidos y no me van a matar a mí si quieren! Hay que asumir. Es parte de la cosa. Acá el mensaje que quisieron pasar es que me tienen al alcance de la mano. Lo que no saben es que me importa un carajo.

Ese fue uno de los principales episodios amenazantes que Mujica registró como presidente. Una advertencia de los militares más conservadores que al final quedó solo en eso. Cuando nos lo contó le había quitado dramatismo. Lo interpretaba como una demostración de fastidio de los que siempre fueron sus enemigos. Nunca los denunció en público.

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