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Un rifle marca Winchester fabricado en 1800 que serviría para conseguir un poco de dinero para que Gustavo continuara sus estudios de veterinaria en Kenia lo llevó a vivir una travesía de siete meses dentro del Reclusorio Oriente de la Ciudad de México al ser acusado de portación de armas de uso exclusivo del Ejército.

La sonrisa de Gustavo se desvanece al recordar aquella tarde del 9 de septiembre de 2002 cuando se dirigía a una tienda de antigüedades cercana a su domicilio en la colonia Condesa donde intentaría vender un rifle viejo y oxidado, regalo que un tío abuelo hizo a su padre.

Antes de llegar a la tienda fue interceptado por elementos de la entonces Policía Federal Preventiva (PFP), quienes observaron el rifle y pidieron a Gustavo que lo mostrara, a lo que accedió, puesto que para él no se trataba de un arma sino de un objeto de colección, porque ni siquiera tenía el percutor para dispararla.

En el momento en que el joven estudiante de veterinaria se enteró de la acusación, por la cual podría permanecer de 10 a 15 años en prisión, todos sus planes de estudiar en Kenia la especialidad de medicina con fauna silvestre, gracias a la beca que había ganado, comenzaron a distorsionarse.

A casi 15 años de esa experiencia Gustavo reflexiona sobre lo vivido y destaca que es urgente cambiar la situación en el interior de las prisiones mexicanas, puesto que insumos para satisfacer las necesidades básicas tenían un costo, el cual muchos de los internos no podían pagar, por lo que tenían que robar.

Relató que por un garrafón de agua de 20 litros debía de pagar 19 pesos, gasto que debía hacer dos o más veces a la semana debido a que compartía la celda con otras siete personas. Aunque salía agua de las llaves, ésta no era potable, afirma.

“Esa estrategia, no hay mucho que pensar, está absolutamente mal. Si no les dan ni siquiera agua ni los elementos básicos para vivir, no estoy diciendo que se premie, pero que se creen estrategias contundentes. No hay agua, ahí dentro sólo hay café; es curioso, algunas cosas básicas tú las tienes que conseguir. Yo tenía la fortuna de que mis familiares me lo llevaban o me dejaban algo de dinero para poder comprarlo; otros, la gran mayoría, tenían que robarlo”, indica.

El día de la detención Gustavo enfrentó a los policías con el argumento de que el arma era una pieza de colección y que sólo la traía consigo porque quería venderla, pero eso no los convenció. Fue trasladado al Ministerio Público. Allí pasó 48 horas entre un ir y venir de delincuentes. Llega a su memoria el recuerdo de un joven que asaltó a una pareja de novios, todavía traía el cuchillo con la sangre de sus víctimas, así como las pertenencias que les había arrebatado. Aun con todas las pruebas en contra ese joven salió antes que Gustavo, recuerda.

“Es difícil creer en la justicia mexicana cuando te dan auto de formal prisión cuando oyes cómo asesinos, secuestradores salen absueltos, y ahí conocí a muchos”, afirma.

Durante ese tiempo, las autoridades realizaron el peritaje al rifle, al cual le faltaba el percutor y otras piezas, pero se determinó que era un arma de fuego funcional.

La Procuraduría General de la República determinó que el rifle era un arma de uso exclusivo del Ejército y Fuerza Aérea Mexicana, cuya portación es considerada un delito federal que amerita una pena de 10 a 15 años, sin derecho a fianza.

Gustavo fue trasladado al Reclusorio Oriente de la Ciudad de México, donde pasó siete meses.

Trata de sonreír cuando evoca los recuerdos sobre su estancia en el reclusorio. Afirma que trató de salir mejor de lo que entró. Un nudo en la garganta entrecorta su voz cuando cuenta que hubo momentos muy difíciles porque la convivencia con los internos se tornaba complicada en una celda diseñada para cuatro personas la cual compartían 27.

“Hubo días que no era tan fácil, el evento en sí mismo era intenso. Llegamos a ser 8 mil 500 (en el penal), me cambiaron varias veces de dormitorio. Llegamos a ser 27 en un espacio destinado para cuatro reclusos. El promedio estaba entre 20 y otro tanto, pero en algunos casos llegaban a más 40. No hay espacio, la convivencia se vuelve difícil”, relata.

En ese periodo la familia de Gustavo gastó, por lo menos, 300 mil pesos no sólo para enfrentar los gastos del proceso judicial, sino para mantenerlo seguro en la prisión. Pagaban entre 5 mil y hasta 15 mil pesos a los reclusos para mantenerlo a salvo de ser involucrado en alguna de las riñas y de las constantes amenazas de ser agredido o robado dentro del penal.

En los días de visita, que eran los martes, jueves, sábado y domingo, los familiares o amigos que quisieran verlo debían pagar entre 15 y 50 pesos; la cantidad variaba si llevaban comida o algún otro objeto, como cobertores.

“Es la sociedad afuera la que estamos creando, lo que se está viviendo ahí dentro. La convivencia es intensa, las agresiones, cuando se dan, se dan rapidísimo, las peleas son de segundos, en 15 segundos se acaban”, relata mientras poco a poco su garganta se aclara y deja salir las palabras con mayor soltura.

Gustavo pudo salir de prisión debido a que se realizó un tercer peritaje, esta vez a cargo de un general de división del Estado Mayor Presidencial, quien concluyó que el arma estaba en desuso operativo desde hacía décadas, por lo que se recomendaba la inmediata liberación.

El rifle Winchester fabricado en 1800 que llevó a Gustavo a prisión tuvo como destino final el Museo de las Armas del Ejército y Fuerza Aérea ubicado en la calle Filomeno Mata en el Centro Histórico.

Por las noches Gustavo trataba de escribir todo lo que ocurría y decidió compilar todas las anécdotas vividas en un  libro  que tituló  Cana, que se presentará al mediodía de mañana en una librería de Chapultepec.

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