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Supe que esa mañana iba a abrir un cofre lleno de recuerdos y que en el fondo de ese cofre aparecería brillando la historia entera de la ciudad. Había quedado de ver a Jacobo Zabludovsky a las ocho de la mañana frente a San Ildefonso, para buscar los lugares en donde transcurrió su niñez, las calles y las vecindades de su adolescencia, el barrio en el que pasó “la inolvidable parte primera de mi vida”.
Como decía Carlos Fuentes: una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Zabludovsky cumple hoy 87 años y salvo uno o dos que vivió en la colonia Doctores —nació en la calle Doctor Barragán—, el resto de sus recuerdos son del centro de la ciudad, el viejo centro de la ciudad.
Su padre alquiló por ahí de 1929 un cuarto de vecindad en la calle de Mesones. Zabludovsky dice que en esa vecindad aprendió a hablar y caminar, y que en ella tuvo sus primeros amigos.
“Desde entonces me he mudado muchas veces de casa, pero jamás me fui del centro. Nunca me he ido del centro aunque viva en otro lugar”, explica.
Así que en su memoria habita la crónica más extensa que uno pueda imaginar. En esa memoria existen circos quemados, calles sin pavimento, establos de vacas, bodegas de frutas, cines y vecindades que ya no existen.
Son las ocho de la mañana y todo está aún como somnoliento. Hay mujeres barriendo las aceras y oficinistas que pasan con el cabello mojado. Casi todos los comercios permanecen cerrados.
Metido en un traje impecable, Jacobo está ya frente a San Ildefonso. Éste es el lugar en donde a principios de los cuarenta cursó la preparatoria y dos años más tarde ingresó a la Escuela Nacional de Jurisprudencia.
“En ese tiempo la calle resplandecía de risas. El maestro Julio Torri llegaba en bicicleta a impartir su cátedra de literatura mexicana. El portero salía a ahuyentarnos con una escoba para que no obstaculizáramos la entrada. En la calle había cafés, tiendas, papelerías”.
—Esta fue la calle en la que conociste a tu esposa—, le digo.
Jacobo mira la mole rojiza de San Ildefonso y luego esparce la vista hacia donde estuvo el convento de la Encarnación.
“Ella estudiaba la preparatoria y yo estudiaba Leyes ahí enfrente. Ir al café de chinos era una costumbre de los estudiantes de mi tiempo. Ahí adelante estaba el café de Pepe, al que iba a echarse su cafecito el presidente Miguel Alemán, y como Pepe trataba de tú a todos sus clientes, era el único mexicano que le hablaba de tú al presidente. Yo veía a la muchacha que hoy es mi esposa cuando ella iba al café de chinos, yo la veía pasar, y le invité un café, y así nos conocimos. Un año de novios y más de 60 de casados. ¿Cómo voy a olvidar San Ildefonso?”
Caminamos por Argentina y damos la vuelta en Justo Sierra, en donde el hallazgo del Templo Mayor provocó que una manzana de palacios y caserones del siglo XVIII fuera demolida. Zabludovsky recuerda cada una de esas construcciones perdidas. “Las calles del centro fueron mi patio, eran una extensión de mi casa”, dice. “De manera que cuando me preguntan si conozco el centro calle por calle, respondo que no, que lo conozco casa por casa”.
Agrega: “Conocí las calles tan bien que podían llevarme por alguna con los ojos cerrados, y yo podía saber en qué calle me encontraba, guiándome solo por el olor”.
¿A qué olían las calles de tu tiempo?
—En la época en que las guayabas llegaban a los comercios de la Merced, la calle se llenaba del olor de la guayaba. Otras calles olían a jitomate, porque los jitomates podridos dan un olor muy especial. Podía saber en qué calle estaba por las naranjas, o porque en ella maduraban los plátanos; por el olor de los chiles secos, de los quesos y, desde luego, el de los sitios donde vendían pollo o pescado.
¿Cómo era el centro de principios de los años 30?
—De unos alambres que iban de esquina a esquina, colgaba un farol esquelético que se suponía que daba luz, pero sólo daba oscuridad a su alrededor. De modo que de noche vivíamos en tinieblas. Las ratas eran una plaga constante. Me acostumbré a vivir con ratas, había ratas en la casa, ratoncitos que iban de un lado a otro. Un día, un jefe del Departamento del Distrito Federal de esos que tienen ideas, descubrió que las ratas venían de las atarjeas y decidió: “bueno, pues pongo veneno en las atarjeas”. Pues pusieron veneno y se atascaron las atarjeas con los cadáveres de las ratas y durante dos semanas todo el centro estuvo inundado, y no había cómo sacarlas.
¿Es verdad que las ratas se comieron a un gato que había en tu casa?
—Es totalmente cierto. Mi mamá llevó un gato para que acabara con las ratas y las ratas acabaron con el gato, lo destrozaron, era pavoroso. No había forma de terminar con las ratas, aunque en ese tiempo el animal más benéfico que había en la ciudad era el zopilote, proporcionaba un servicio de limpia espléndido. Bajaba en las tardes a las esquinas y barría con todo, la basura, los desperdicios de las bodegas. Eran unos animales enormes, casi de mi altura en esa época, y bajaban y andaban sin miedo entre la gente.
Te tocó presenciar la transformación de la fauna en la zona metropolitana…
—¡Por supuesto! En ese tiempo había una señora que llegaba con su cabra al patio de la vecindad y vendía cuartitos de leche para señoras embarazadas, se decía que eso era muy bueno para los niños. Mucha gente vendía en la calle los famosos chichicuilotes, que eran unas aves con unas patitas muy largas, muy delgadas. Y entonces el vendedor aparecía arreando a sus chichicuilotes. Había también ajolotes: íbamos a recogerlos con las manos a los charcos de Balbuena. Y había tamales tatemados, hechos con pescaditos blancos del lago de Texcoco. Había carretones tirados por mulas, y no era extraño hallar en la calle gente montada en burros o caballos.
Se detiene Jacobo ante una vecindad de Justo Sierra: barandales, macetas, escaleras de piedra. Entramos. El patio poblado de tendederos.
¿Qué sientes al mirar esto?
—Que regreso al origen, porque yo viví en muchas vecindades. Viví en una de Mesones, y luego en una de San Jerónimo, y más tarde en otra de Correo Mayor, y también en una del callejón de Regina, frente a la pulquería La Risa.
¿Por qué tantos cambios?
—Era muy fácil cambiarse. Mi papá, que era un inmigrante polaco que se dedicaba a vender retazos de telas, contrataba un camión y metía todo lo que teníamos, que era algún ropero, los colchones y los catres, y al rato ya estábamos en otra parte. Pero cuando hago memoria descubro que cada vez la vivienda era un poco mejor. Yo creo que mi papá iba mejorando, y nos iba cambiando.
¿Cómo era la vida en esas vecindades?
—De vez en cuando se sabía que alguien había robado del tendedero alguna sábana, pero yo podía salir solo a la calle, y solo me iba a la escuela. Era el tiempo de la inmigración del Medio Oriente y la Europa Oriental, así que el centro estaba lleno de libaneses, de judíos, de españoles. Todos convivían en estas vecindades de la manera más pacífica, con gran tolerancia y absoluto respeto de unos para otros. Una gran lección en un mundo que se precipitaba hacia la guerra. Entre los muchos golpes de suerte que he tenido en mi vida, ese fue uno de los grandes: la aceptación, la tolerancia a la diferencia.
En uno de estos rincones conociste a un joven libanés que luego se convirtió en un galán de cine adorable, entrañable. Se hizo famoso con el nombre de Mauricio Garcés.
—¡Cómo no! Pero antes de él estuvo Antonio Badú. Era repartidor de pan árabe, había un horno de pan árabe en Las Cruces, y él iba a repartirlo a las cinco, seis de la tarde. Luego se hizo famoso cantando en la W As de corazones rojos. Yo creo que era la única canción que se sabía Antonio. Y Mauricio fue mi compañero de escuela, se llamaba Mauricio Féres Yázbek, venía de Tampico, llegó a vivir con su mamá, no venía el papá, ignoro la razón, a la calle de Correo Mayor. Y nos hicimos muy amigos. Lo ayudó a entrar al cine un tío suyo, que era fotógrafo de estrellas, el dueño de Foto Yázbek. Mauricio era muy inteligente, muy simpático. Nunca se casó. Badú sí. Se casó con Esther Fernández pero ella lo dejó porque Antonio no podía vivir sin su mamá, quería que vivieran con su mamá…
Vamos ahora por Correo Mayor. Un vendedor vocea sus tamales. Zabludovsky recuerda:
“Esta era una zona llena de tentaciones. Los tacos de carnitas, con un foco que las calentaba y un taquero que a veces tenía como chiste que aventaba la salsa para arriba y la agarraba en el taco sin que se cayera una sola gota. Había tacos fritos que luego se llamaron flautas. Había lugares de tostadas y magníficos cafés de chinos: cada panadería elaboraba su propio pan. Había un puesto de tortas en Corregidora y Correo Mayor, La Gran Torta, se llamaba. Era inagotable la variedad de antojitos.
Pasamos por el local de República de El Salvador en donde el padre de Jacobo abrió a principios de los 30 su local de retacería, “lo rentó un señor de apellido Slim, que es padre de otro señor al que al parecer no le ha ido nada mal en materia económica”. Reaparecemos en Correo Mayor 119. “Mira aquella ventana —dice Jacobo—. Yo dormía en ese cuarto sin saber que en esa misma habitación la primera señorita México de la historia había matado de seis tiros a su esposo, el general Moisés Vidal. Me enteré años después, cuando ella fue mi maestra de Civismo en la secundaria y el primer día de clase un alumno escribió en el pizarrón: ‘Bienvenida, viuda negra’. Entonces comprendí que el centro era muchas vidas: vidas anteriores a la nuestra, con las que podíamos convivir y podíamos tocar sin darnos cuenta. Me pareció sobrecogedor, pero eso era también mucho del misterio y la belleza”.
Recuerdo algo que escribió José Emilio Pacheco: “Voy por donde había árboles, y ahora cruza un eje vial”. Si lo que dice Jacobo es cierto, seguiremos tocando esos árboles mientras alguien sea capaz de recordarlos. Yo también me sobrecojo. No sé cuántas vidas he tocado escuchando a Zabludovsky. Cuando nos tomamos una foto junto a la serpiente de piedra del palacio de Calimaya, un escalofrío me recorre la espalda.