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Van dos al hilo: votaciones recientes, ambas en menos de un año, convocadas por un gobierno conservador cuyo resultado fue inesperado y lejos del ideal. El primero obviamente fue el Brexit, que para shock del gobierno (y del mundo) llevó eventualmente a la solicitud formal por parte de la administración británica de notificar a la Unión Europea (UE) de la salida del Reino Unido del bloque. Esto ya con la primera ministra Theresa May, dado que el premier David Cameron no tuvo más remedio que renunciar al cargo ante su desastrosa apuesta.
May acaba de perder otra apuesta que, igualmente, no parecía nada arriesgada cuando la planteó: convocar a unas elecciones generales, oficialmente para tener un mandato popular fuerte y claro que le permitiese negociar ídem con la UE.
El pueblo apoyando rotundamente al gobierno en las urnas. No parecía una tontería: su mayoría absoluta en la Cámara de los Comunes era apenas de cinco diputados (331 de los 650), por supuesto con una fracción importante siendo pro-UE. May dijo que se necesitaba de un liderazgo “fuerte y estable” por cinco años (la duración de una legislatura). Se especulaba que los conservadores podían alcanzar incluso alrededor de 400 diputados, una mayoría aplastante.
Esto porque la oposición no parecía representar peligro alguno en las urnas.
El líder del Partido Laborista, Jeremy Corbyn, es visto (con toda razón) como un extremista radical de izquierda, como lo demuestra al ser un entusiasta de regímenes como el chavismo venezolano. Nadie podía imaginarse a los votantes dispuestos a llevarlo a vivir y trabajar en el No. 10 de Downing Street, la residencia oficial del primer ministro.
Los laboristas moderados (que hay muchos) están horrorizados con Corbyn. Este recuerda a Michael Foot, igual un radical de izquierda, que lideró al Partido Laborista en 1980-83. Renunció cuando en una elección otra primera ministra, Margaret Thatcher, lo destrozó, logrando una mayoría abrumadora (alcanzó 397 diputados). May parecía enfilada en la misma dirección.
Pero la primera ministra hizo una campaña desastrosa, prácticamente escondiéndose, al tiempo que ciertas promesas electorales (sobre todo una que ofrecía reclamar pagos a ciertos enfermos, pagos que podían llegar a ser astronómicos) mostraron a los conservadores, como tantas veces, como el partido “necesario pero malvado”.
Corbyn no rehuyó en lo absoluto los reflectores. No convenció por sus ideas, pero se convirtió en un elemento para dar un voto de castigo a May y su partido ante su ineptitud y arrogancia. Eso más el entusiasmo que despierta la izquierda más demagógica (como Podemos en España) entre ciertos sectores de la población inglesa.
El laborismo, con un líder singularmente poco apto para gobernar, obtuvo 40.0% del voto nacional, con los conservadores recibiendo sólo poco más, 42.4%. Los laboristas ganaron 30 asientos adicionales, llevando su total a 262 con respecto a la elección de 2015. El partido de May perdió 13 asientos, para quedar en 318. El mayor partido en la Cámara, sí, pero sin mayoría absoluta.
May se mantendrá como primera ministro. A toda velocidad forjó una coalición con el Partido Unionista Democrático de Irlanda (DUP), que con 10 diputados le da, apenas, esa mayoría, un poco menor a la original.
Las negociaciones formales para el Brexit entre RU y UE están por iniciar. No llega una premier fortalecida, sino con un liderazgo “débil e inestable”. Y no es sólo la exigua mayoría parlamentaria, sino la percepción de una premier igualmente incapaz de enfrentarse con fuerza a lo que será un reto mayúsculo.
Porque en estos momentos la UE está firmemente unida. Quizá no contra Reino Unido, pero sí firme en que necesita negociar con mucha dureza para obtener ciertos resultados.
Destacadamente, el gobierno británico debe entregar importantes cantidades de dinero como contribuciones al presupuesto de la Unión, dadas sus obligaciones legales por cierto periodo. Está el delicadísimo estatus de los residentes europeos en Gran Bretaña, así como el de los residentes de ese país que viven en los otros 27 países de la Unión. Esto aunado al delicado tema comercial, aparte del financiero (en que la posición de la City londinense puede sufrir un retroceso irreversible).
Todo esto contra un plazo fatal. Se supone que, en marzo de 2019 (dos años después de hecha la solicitud formal de retiro), pase lo que pase, Reino Unido sale de la UE. El plazo puede extenderse a solicitud de RU, pero para ello se requiere unanimidad de los países de la Unión, así como la aprobación del Parlamento Europeo.
May esperaba un mandato popular fuerte para presentar una agenda clara con fuerza. La Unión esperaba un gobierno estable, para tener certeza de que lo negociado podría ser aprobado sin problemas en el Parlamento británico. No ocurrió lo uno o lo otro. La incertidumbre es todavía mayor a la previamente existente. El único magro consuelo es que, por poco, no llegó un gobierno todavía más impredecible, uno de Corbyn. Fuera de ello, el Brexit ha resultado una maldición para los políticos británicos.
Doctora en Ciencia Política, Universidad de Essex, Reino Unido.