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En el ámbito de lo político, la experiencia histórica de la modernidad le ha dado al mundo occidental, entre muchos otros frutos perdurables, dos grandes herencias: por un lado, ha convencido a los hombres y a las sociedades de que el gobierno de los acontecimientos puede servir a sus propósitos cuando estos son anticipados y encauzados de un modo oportuno; por el otro, ha convertido en máxima central del quehacer político el principio según el cual las mujeres y los hombres de Estado no son juzgados por sus intenciones o sus buenos deseos, sino por las consecuencias que derivan de sus actos.
Ambas premisas resultan especialmente importantes para interpretar los resultados de la jornada electoral celebrada el jueves 8 de junio en el Reino Unido, elección anticipada en la que el gobierno conservador de Theresa May puso todas sus esperanzas, un cálculo político audaz que terminó por convertirse en expresión de la enorme fragilidad que acompaña al ejercicio del poder en el mundo del siglo XXI y en testimonio de la influencia que pueden tener acontecimientos inesperados sobre el cálculo de los estadistas bajo escenarios de extrema variabilidad política.
En cualquier caso, la expectativa de que dicho proceso electoral le otorgaría al Reino Unido un liderazgo fuerte y legítimo para hacer frente al complejo proceso de negociación que deriva del Brexit se encuentra hoy hecha pedazos. Las implicaciones son genuinamente estratégicas en la medida en que incidirán sobre el abanico de opciones a las que el Reino Unido podrá recurrir para salvaguardar su interés nacional en el marco de un escenario internacional cada vez más incierto.
Por razones que resultan comprensibles —el deseo de hacer frente a las ansiedades de los ciudadanos británicos, la oportunidad de capitalizar políticamente la incertidumbre generada por los atentados terroristas de las últimas semanas— los dos contendientes centrales de la jornada del 8 de junio hicieron suya la bandera del combate al extremismo, pero la agenda de seguridad de un país tan complejo como el Reino Unido dista de reducirse a esa temática. En contra de lo que hubiera sido dable esperar, la enérgica respuesta discursiva del gobierno de May al último de dichos incidentes no galvanizó a la opinión pública a su favor, sino todo lo contrario.
Como quiera que sea, lo cierto es que la seguridad de una potencia como el Reino Unido no puede ser entendida sólo en función de sus dilemas internos, especialmente porque muchos de ellos son un espejo de la posición que esta ocupa en la arena internacional.
Actor con un papel clave dentro de la comunidad atlántica y socio privilegiado de Estados Unidos, en lo inmediato el Reino Unido se enfrentará a una serie de desafíos que corren en paralelo con la decisión de abandonar el proyecto comunitario europeo. Entre ellos destaca la exigencia de fortalecer el gasto de defensa, redoblar su participación en las distintas iniciativas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la pretensión, cada vez más costosa, de mantener una capacidad de disuasión nuclear verosímil. Las tres grandes fuerzas políticas del país se pronunciaron de un modo u otro sobre estos temas en el marco de la campaña.
A lo largo del último año, Theresa May insistió incansablemente en que el Brexit, en su versión dura, le ofrecería al Reino Unido una nueva oportunidad de reclamar su lugar en el mundo como una potencia capaz de navegar con rumbo propio en las complejas aguas de la política internacional. Se trata de una tesis que desde antes de la jornada electoral del 8 de junio resultaba dudosa. A menos de 10 días del inicio formal de dicho proceso, Reino Unido arriba a la mesa de negociaciones con un frágil gobierno de coalición y una dirigencia política debilitada frente a la que Europa no parece estar dispuesta a hacer concesiones.
Hace ya poco más de dos décadas, Isaiah Berlin vindicó la tesis de que el ejercicio de la política no es tanto el de una ciencia, sino el de un arte que reclama de quienes lo practican la capacidad de interpretar con oportunidad las circunstancias de un determinado momento histórico. Theresa May creyó haber interpretado correctamente lo sucedido en su país durante el último año, asumiendo que podría navegar corriente arriba frente a esa tormenta. Tarde o temprano, quienes la sucedan en el liderazgo de esa gran nación deberán asumir con responsabilidad el desafío que supone la práctica de la estrategia, esa herramienta central del quehacer político que Sir Lawrence Freedman definió como el arte de crear poder aun bajo las condiciones más adversas.
Analista en materia de seguridad internacional por The Fletcher School of Law and Diplomacy
@alexis_herreram