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La candidata del Frente Nacional ve en el Brexit y la victoria en Estados Unidos de Donald Trump un presagio de que esta vez ha llegado el momento del populismo francés.
El Frente Nacional, su partido, lleva desde 2014 siendo el que más apoyo electoral tiene en el país, pero la unión del resto de formaciones le ha impedido traducir esos votos en poder. Pese a ello, Le Pen (1968) es quien marca la agenda política en Francia. Asegura hablar por la voz de “el pueblo” y “los perdedores de la globalización” cuando pide ser más dura con los inmigrantes, defender los valores tradicionales y romper los compromisos con la Unión Europea, que considera un nido de liberales y burócratas.
Con estos argumentos ha seducido a gran parte de la clase media-baja, pero también suscita un rechazo irreversible en la mayoría de votantes.
Obsesionada por reducir ese impacto negativo, Le Pen intenta desde hace seis años lavar la imagen de un partido asociado a la xenofobia y la ultraderecha. Tanto es así que incluso expulsó a su padre, Jean-Marie Le Pen, fundador del mismo y confeso antisemita.
Lo que Le Pen sí ha conseguido es ser inmune a las acusaciones de corrupción que ella lanza contra los partidos del establishment. Las encuestas, que la colocan segunda, no la penalizan por haber usado fraudulentamente fondos europeos para contratar a colaboradores. Si pasa a la segunda ronda con Macron, sus posibilidades de llegar a presidenta serán mínimas, pero si se enfrenta al líder de la izquierda, Mélenchon, o al devaluado Fillon, Marine podría cumplir al fin su sueño de liderar una nueva Francia.