A las 2:30 de la madrugada del 9 de noviembre, Huma Abedin, la confidente de la demócrata Hillary Clinton, marcó el teléfono de Kellyanne Conway, jefa de campaña del republicano Donald Trump. Tras un breve intercambio de palabras de cortesía, Abedin dijo que su jefa quería hablar con el magnate, y los teléfonos cambiaron de mano. “Felicidades por tu victoria”, dijo Clinton a Trump. “Has sido muy inteligente, muy dura. Has librado una campaña tremenda”, respondió el magnate. Cuando colgaron, el republicano se convertía, de facto, en el presidente número 45 de los Estados Unidos de América.

“[La señora Nixon] predice que cuando decidas presentarte a las elecciones vas a ganar”, escribió Richard Nixon a Trump en 1987. Acertó, dejando a Estados Unidos y al mundo occidental en shock ante un resultado totalmente inesperado.

El 8 de noviembre, a medida que se daban a conocer los resultados, los demócratas comenzaron a temblar. El temor a una derrota se convirtió en un miedo real cuando la votación en Carolina del Norte fue favorable a los republicanos. El miedo se volvió pánico cuando, a la 1:36 de la madrugada del 9 de noviembre, Pennsylvania se teñía de rojo. Segundos antes de la llamada de Clinton al magnate, Wisconsin daba sus votos al republicano y entregaba las llaves de la Casa Blanca a Donald J. Trump.

Los demócratas debieron estar muy conscientes de su derrota. Alrededor de las 19:00 horas, cuando los conteos de votos marchaban “según los previsto” y aún se confiaba en el triunfo de Clinton, la candidata demócrata publicó en redes sociales un mensaje que fue el primer foco rojo: “Este equipo tiene mucho de qué estar orgulloso. Pase lo que pase esta noche, gracias por todo”.

El escritor y periodista Ta-Nehisi Coates relata en The Atlantic que “la elección de Donald Trump confirmó todo lo que sabía de mi país y nada de lo que podía aceptar”. Para David Remnick, editor de The New Yorker, “la elección de Trump a la presidencia no es más que una tragedia para la república estadounidense, una tragedia para la Constitución, y un triunfo para las fuerzas, en casa y fuera, del autoritarismo, la misoginia y el racismo”.

La campaña de Trump se basó en la necesidad de recuperar el alma perdida de un país destrozado por el crimen, el terror y la corrupción que solo él podía salvar con promesas de deportaciones masivas de indocumentados, de exámenes ideológicos para musulmanes y de la construcción de un muro en la frontera sur, todo combinado con insultos, escándalos, lenguaje racista y misógino, y sembrando la semilla de la duda sobre las bases del sistema democrático, así como de teorías de la conspiración y mentiras (según el recuento de Politifact, Trump mintió de alguna manera 86% de las veces que habló). Su victoria fue el triunfo del discurso agresivo y populista, una retórica que estará en la Casa Blanca, y liderando la todavía primera potencia mundial.

“Ahora es momento para EU de curar las heridas que nos han dividido”, dijo Trump minutos después de su victoria, seguramente igual de incrédulo que una población que vio como la candidatura del magnate pasó de ser una broma a una realidad en 18 meses. Horas antes, en un último mitin electoral masivo en Pennsylvania, Clinton había hablado desde un atril con el emblema de la presidencia de Estados Unidos, como preparando a los estadounidenses de la imagen que iban a ver los siguientes cuatro años.

El terremoto Trump destruyó todo, haciendo historia a su manera: será el primer presidente sin experiencia en el servicio público ni militar en liderar el país; un magnate que más que empresario era una celebridad.

“Cada nación tiene el gobierno que merece”, escribió Joseph de Maistre a principios del siglo XIX. Gran parte de los estadounidenses confían ahora que la sentencia no sea cierta. Existe una base para justificarlo: Clinton ganó el voto popular por casi tres millones de votos, y sólo el sistema del Colegio Electoral le privó de la victoria.

La mezcla de incredulidad, incomprensión, ira y rabia acumulada tras los resultados lanzó a los jóvenes a las calles (en su mayoría estudiantes de preparatoria y universidad) con la consigna de “Not my president”.

Durante una semana se realizaron marchas y protestas que, en algunos casos, se volvieron violentas. En tanto, los colectivos más atacados por el discurso de Trump, especialmente los inmigrantes indocumentados y las comunidades minoritarias, comenzaron a prepararse para lo peor.

Del otro lado, los discursos xenófobos vieron justificada su existencia, y los ataques racistas se multiplicaron, en lo que muchas agrupaciones han denominado el “efecto Trump”.

Según un estudio del Southern Poverty Law Center, en los primeros 10 días tras las elecciones se contabilizaron 867 actos de odio en todo el país, especialmente contra inmigrantes y afroamericanos. Tras la victoria llegó la congratulación de grupos neonazis: Trump supuso la confirmación definitiva del auge del populismo, dando alas a movimientos de extrema derecha europea ante un 2017 con elecciones presidenciales en países como Francia o Alemania.

El día después de las elecciones, el presidente Barack Obama habló como el padre que tiene que consolar a un hijo que ha tenido su primera gran decepción amorosa. “Podemos estar desilusionados con los resultados, pero tenemos que mantenernos con coraje. No seamos cínicos”. La derrotada Clinton, al mismo tiempo que abandonaba su carrera política y del sueño de romper el “techo de cristal” si se convertía en la primera mujer presidenta, se despedía con un mensaje conciliador y de esperanza.

Los demócratas se han sumido en una crisis profunda, en cuotas de poder mínimas y con la necesidad de dar un golpe de timón y decidir qué rumbo tomar ante la nueva situación, en busca del alma perdida. El consenso crece en culpar de la derrota a la injerencia cibernética rusa y la pésima gestión de los tiempos del FBI con el caso de los correos electrónicos.

Si cada año que empieza es un cúmulo de deseos y esperanzas, Estados Unidos iniciará 2017 cargado de dudas e incertidumbres. Nadie sabe qué va a pasar en una administración Trump, y el poco éxito de las predicciones hace que nadie se atreva a augurarlo. Ni en temas políticos ni del día a día, empezando por el papel de sus hijos en la administración o el futuro de la empresa familiar, y siguiendo por su evidente cercanía al gobierno del presidente ruso Vladimir Putin.

“Donald Trump opera especialmente desde sus entrañas”, explica David Cay Johnston, autor de The Making of Donald Trump, una base filosófica simple y basada en el pragmatismo y la intuición, con respuestas efectistas e inmediatas. Igual que hizo con su empresa, espera gestionar el país.

Sus primeros nombramientos ponen en alerta a los más temerosos: la radicalidad de los perfiles elegidos, empezando por el supremacista blanco Steve Bannon como jefe de estrategia y siguiendo por la cantidad de generales, “halcones” y millonarios de su gabinete, escépticos del libre comercio y el calentamiento global, no auguran un mandato plácido.

El 2017 inicia el 20 de enero con un nuevo presidente en la Casa Blanca y una nueva era para Estados Unidos que, seguramente, transformará el orden mundial, como lo conocemos. Veremos si será para bien.

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