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Y al final de la noche, Trump

Y al final de la noche, Trump
09/11/2016 |19:45
Redacción El Universal
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A mediodía

En Hamilton Heights, un barrio al borde del Hudson y al noroeste de Manhattan, la población latina hizo valer su voto. Afuera del centro de votación de la calle 139, entre Riverside drive y Broadway, se escucharon los acentos cubanos, dominicanos, puertorriqueños y mexicanos

Evelyn Rosario votó para asegurarse de una victoria de Hillary, Gregory por una reforma migratoria, Dina por hacer escuchar la voz latina.

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En el barrio, los latinos representan 52 por ciento de los 48 mil habitantes. Los vecinos se encontraron subiendo y bajando la empinada calle 139, se saludaron en español, platicaron, comentaron las filas y lo cálido del día. Los que iban bajando y ya habían votado le dieron ánimos a los que subían la cuesta para hacerlo: “Vamos a ganar.”

Óscar Hernández aseguró que Estados Unidos dependía de la población latina que trabajaba por el país. Mateo votó por Hillary y presumió que toda su familia lo había hecho, “¡Y son muchos!” Patria, una mujer mayor, votó por segunda vez en su vida, vaticinando que, al igual que en la elección de Obama, ahora le daba un voto victorioso a la candidata.

La votación se hizo en familia, en centros de votación señalados en inglés, español y chino, con pancartas en la entrada anunciando “Intérprete disponible” para los ciudadanos que lo necesitaran. Como era de esperarse en una ciudad predominantemente demócrata, la mayoría de los que salieron con la estampa de “I Voted” en la solapa anunciaron haber apoyado a Hillary Clinton.

No era el caso de Joaquín. Llegó y de inmediato interpeló a una persona esperando para entrar al centro, apuntándole con el dedo: “¿Trump?” La respuesta en español fue inequívoca: “¡qué va!”, y Joaquín hizo un gesto de rechazo: “I can’t believe it!” A la salida, tras votar, se le escuchó correando “¡Trump! ¡Trump! ¡Trump” a los que los acompañaban, pero la reacción a su alrededor era la que provoca alguien que está haciendo el ridículo.

A mediodía Joaquín seguía pareciendo la excepción, el núcleo refractario a la avalancha de escándalos de su candidato, a las mentiras como estrategia electoral y la discriminación sistemática. El New York Times le concedía 15 por ciento de probabilidades a Trump, bien podía caber Joaquín ahí.

A medianoche

En la acera frente al Hotel Hilton de Midtown, en la sexta avenida entre la calles 53 y 54, los medios llevan horas esperando. Los hay del mundo entero, todos los que no lograron entrar a la fiesta del candidato en el salón del hotel. En las primeras horas de la noche la noticia en twitter fue la entrada de un pastel en forma de busto de Trump, con saco, corbata roja y mueca serena. Ahora la calle comienza a dar de qué hablar.

Trump ha ganado en Iowa.

Los fotógrafos apartan un lugar y van recibiendo con flashes a los seguidores de Trump que han ido llegando a cuentagotas, congregándose tras la barda que los separa de la avenida, luego fotografían a los transeúntes y algún turista despistado que aplauden al pasar, engrosando por un momento las filas de los seguidores, clamando y dando una ronda de palmadas antes de seguir su camino. Después arriban grupos mayores, festejando, ondeando banderas de Trump y Pence y dando entrevistas que darán la vuelta al mundo: “Estoy tan feliz, ¡Trump va a ser presidente!” Finalmente fueron todos los atraídos por el festejo, los envalentonados por las tendencias marcando una probable victoria republicana.

Antes que nadie fueron los vendedores. Una pareja instala su puesto en la acera, ambos con gorras de “Make America Great Again”, su mercancía, en colores rojo y blanco. Por unos dólares más, hay también la cara del candidato estampada en camisetas y pins, o todos los ya famosos lemas de la campaña. El vendedor fuma mientras busca hacer su agosto, correando, anunciando los resultados. “Trump your head”, dice, compren ahora para presumir muy pronto.

Trump ha ganado en Nevada.

Luego, viene el “Naked Cowboy”, un personaje que a diario aparece con su guitarra en Times Square para deleite de los que toman selfies. Lleva un sombrero tejano y botas, no usa ni camisa ni pantalón. Esta noche de gala presume un calzón azul estrellado y una capa de barras y estrellas. Es una marca, al igual que el hombre al que vino a apoyar, y anuncia a los cuatro vientos, exhibiendo su pecho depilado a las cámaras, que el vaquero desnudo está con Donald Trump.

A continuación arriba el contingente de “Blacks for Trump”, unos cinco en total, con pancartas blancas de letras negras manifestando su apoyo y advirtiendo que Hillary va a comenzar la tercera guerra mundial. Su vocero lleva lentes oscuros y barba de candado, debajo del saco su camiseta deja entrever una cadena dorada. Hillary es una amenaza, dice, Trump va a luchar por todos nosotros.

Los personajes se multiplican pero los lemas y argumentos siguen siendo los mismos de toda la campaña. Predomina la diatriba. Sus voceros revisten imágenes selectas del ideario norteamericano, pasando por el Capitán América, el cazador, el hombre luciendo en la camisa un enorme USA estilizado, de otro siglo. Muchos de esos lemas pueden verse desfilando por la acera: ahora un vendedor móvil reemplazó al sedentario y empuja un perchero con ruedas donde camisas estampadas rezan: “Adorable Deplorable”, “Trump that Bitch”, “Hillary for Prison”.

Hay reacciones aisladas a lo largo de la noche, personas que se pierden en su celular, que apresuran el paso. Algún insulto. Una joven dice: “Bien por ustedes, manden al país al chaos”. Un adolescente solitario, flaco, de cabello corto y lentes se queda largo tiempo en la esquina de la sexta y la 54, alzando su mensaje escrito sobre cartón contra el clima imperante: “Stand Up to Hate”.

Otro joven, también apenas salido de la adolescencia, camina con una manta con una AK-47 dibujada, está escrito “Vengan por ella”. Grita que Hillary no hubiera protegido la segunda enmienda.

Entre los seguidores cada vez más festivos hay asiáticos, y un grupos de ellos pasa sonriendo en saco; hay judíos, y alguien ondea la bandera de Israel; hay alguna persona de medio oriente y cantidad de acentos. También hay latinos. Una apoya a Trump porque es cristiana; otro, con una sudadera de Ecuador, logra citar en la misma frase al Che Guevara y a Donald Trump, hablando de llegar hasta la victoria siempre y de paso “Make America Great Again”. En un momento, un seguidor de Trump se encuentra frente a judío ortodoxo, y él mismo parece asombrarse “¡Todos están con Trump!”

Trump ha ganado en Pennsylvania.

Tras las barda un grupo de votantes de Trump forma un círculo de rezo. Antes, a cada nuevo estado ganado habían estallado de júbilo, pero ahora se abrazan y agachan la cabeza en silencio. El momento es solemne. Entre tanto ha llegado la policía, a dispersar conatos de conflicto, erupciones breves fruto del encuentro entre la desesperación y el regodeo.

Los que todavía tienen voz (muchos la han perdido), la alzan para las consignas finales. Las hay dirigidas contra el movimiento “Black Lives matter” que se opone a la violencia policíaca contra los afroamericanos, tomando el lado de los oficiales; las hay constantes exigiendo poner Hillary tras las rejas y mofándose de Obama. Las hay pidiendo un muro que los aparte de México.

Trump ha ganado en Wisconsin.

Entre los seguidores que ya se están dispersando, uno lleva a cabo una reñida negociación con un vendedor afroamericano por un producto de Trump. Lo acusa de querer estafarlo. Se está yendo y quiero un recuerdo, pero su sentido del negocio le prohíbe dejar que le cobren 20 dólares por una gorra, aún en esta noche histórica.

Trump ha ganado.

Al final de la noche

Pasadas las tres de la mañana, la Trump Tower en el número 725 de la quinta avenida luce desierta, escoltada apenas por dos patrullas de policía. Semanas antes, un convocatoria en Facebook llamada a reunirse ahí el 8 de noviembre en la noche, apuntar a la torre y reírse de Trump.

Empieza para muchos la resaca de la exaltación y el desengaño.

Entre los primeros, predomina un sentimiento de revancha, como el del un seguidor de Trump entrevistado que hacía suyo el triunfo de un hombre del que, decía, se burlaron, se mofaron, al que nunca tomaron en serio. Con sus palabras vuelve a la mente aquella cena de corresponsales de la Casa Blanca, en 2011, en la cual Obama recurrió al humor para destrozar públicamente las aspiraciones presidenciales de Donald Trump. El mismo que, ahora, podría desmantelar su legado.

Entre los segundos, hay una generación de votantes que creció con Obama, y lo tomó como la norma y el sentido natural de la historia. A lo largo de la noche, pegada a sus pantallas, esa generación Obama, esa que ha dependido del sesgo de un algoritmo de Facebook para confirmar su visión del mundo, ha escuchado tronar la caja de resonancia que le devolvía sus propias opiniones y esperanzas.

Pero en Nueva York todos hallan dónde ahogar sus penas. En un supermercado abierto la veinticuatro horas en Broadway un grupo de estudiantes australianos busca cervezas. Ha sido una noche loca, dicen, y dudan frente a la largas hileras llenas de las más variadas marcas. Después de un tiempo, uno de ellos sonríe, ¡eureka!, y toma un six-pack de Corona: “¡Por los mexicanos!”