El presidente Obama definió a Hillary Rodham Clinton (Chicago, 1947) como la “persona más preparada de la historia” para sentarse en el Despacho Oval. Su currículum en el servicio público no tiene igual: primera dama de Arkansas y de los Estados Unidos, senadora por Nueva York y secretaria de Estado. Para sus defensores, lo que menos le falta es experiencia.

Criada en una familia republicana —llegó a hacer campaña por candidatos conservadores—, de joven se dio cuenta que sus ideales coincidían con las tesis demócratas. Su ambición se resume en un deseo desde joven por “hacer todo el bien que se pueda, por toda la gente que se pueda, de todas las maneras posibles”, y lo empezó a hacer en su primer trabajo como abogada por los derechos de familias y menores de bajos recursos.

Cuando conoció en la biblioteca de la Universidad de Yale —donde estudiaba leyes— a Bill Clinton, Hillary ya tenía ambiciones políticas. Las abandonó momentáneamente para que su marido se convirtiera en gobernador de Arkansas y, después, en presidente.

La ambición hizo que no se resignara a ser una consorte más —“no me dedicaré a hacer galletas y servir el té”, advirtió—, e incluso se resistió a perder su apellido de soltera: era una figura con luz propia, ideas y no iba a quedarse oculta tras la figura de su popular marido.

En la Casa Blanca fue una Primera Dama muy activa. Impulsó una reforma sanitaria con la que fracasó, pero cuando en 1995, en la China comunista, dijo la célebre frase de que “los derechos de las mujeres son derechos humanos” —frase ahora utilizada por movimientos feministas—, su figura se catapultó como personaje a tener en cuenta en el futuro de la política de Estados Unidos.

Aguantó al lado de su esposo las humillaciones y el impeachment que vinieron tras los escándalos sexuales de él, y cuando salieron de la Casa Blanca, supo que había llegado su momento.

Empezó a foguearse en el Senado, ganando un asiento por Nueva York. De ahí, su primer intento de asalto a la presidencia fue en 2008: a pesar de su apellido y el conocimiento de las reglas del juego, fracasó ante la juventud y entusiasmo despertado por un semidesconocido Barack Obama, al que sirvió como secretaria de Estado.

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Cuando renunció a su cargo, en 2013, nadie dudaba que esa decisión escondía su ambición y ansia de poder tantas veces criticadas, tenía entre ceja y ceja empezar el segundo asalto, el que debería ser definitivo: convertirse en la primera mujer presidenta de Estados Unidos.

Su figura, sin embargo, está rodeada de controversia y desconfianza. Carece del carisma y la simpatía que derrochó en su momento el presidente Clinton. Con el pragmatismo como modo de actuación, sus cambios de opinión se moldean con el movimiento del viento de la opinión pública de los Estados Unidos.

Su pertenencia a la dinastía Clinton, vista como parte del pasado, no le es del todo favorable. Sus índices de popularidad son mínimos, y la confianza que genera está en niveles históricamente bajos. Eso, en parte por los escándalos que carga como una roca gigante y pesada en sus espaldas —el uso de un servidor privado cuando era secretaria de Estado; responsabilidad en los atentados en Bengasi, Libia, que acabaron con cuatro muertos, por mencionar los más difundidos —que no consigue hacer rodar cuesta abajo para terminar su camino hasta la cima: el Despacho Oval.

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