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Washington
Hace casi 12 años que Melania Knavs (Novo Mesto, Eslovenia, 1970) se convirtió en Melania Trump. Su fuerte acento al hablar inglés la delata como inmigrante: si llegara a la Casa Blanca, sería la primera primera dama nacida fuera de territorio estadounidense desde principios del siglo XIX.
Poco se sabe de ella: no hay mucha información de cuando era Knavs (o Knauss, en la occidentalización del apellido de soltera) ni de ahora cuando es Trump. Todo lo que rodea a Melania es enigmático, especialmente su estatus migratorio de cuando llegó a Estados Unidos, cuando sólo era una bella modelo de Europa del Este tratando de ganarse un sitio en Nueva York.
Desde que su marido empezara su cruzada antiinmigrante como parte de su programa electoral, con ataques centrados casi en exclusiva en los mexicanos y en el resto de la comunidad latinoamericana residente en Estados Unidos (“violadores y criminales”, tal y como apuntó en el anuncio de su campaña), las dudas sobre la situación legal de Melania en sus primeros trabajos en la Gran Manzana no concuerdan con la vía legal, el pasado viernes, sin ir más lejos, la agencia Associated Press aseguraba que había hecho trabajos remunerados en Estados Unidos sin tener visado de trabajo y, por tanto, sin permiso legal para estar en el país.
Todas las acusaciones han sido negadas por la campaña de Trump y por la propia Melania. La venden como la inmigrante modelo: la extranjera que siguió las reglas, la bella antítesis de esa nebulosa de indocumentados que campan libremente por Estados Unidos, la razón que sirve de defensa ante quienes acusan al magnate de antiinmigrante.
Ella obtuvo la nacionalidad estadounidense en 2001 y luego se casó con un millonario famoso.
Melania es también la imagen del sueño americano enmarcado en Ronald Reagan, del anhelo capitalista entre el régimen comunista de finales del siglo XX en el que tener una Coca-Cola era un lujo.
Es una mujer discreta, que no bebe alcohol, no critica, no aparece, y casi no habla, de la que se le conocen pocos detalles de su vida. Son pocos los indicios que aparecen en biografías no autorizadas y los datos de su página web están llenos de imprecisiones y exageraciones. Sólo se sabe con certeza que desde pequeña quiso ser modelo, buscó el éxito en París y Milán, donde nunca alcanzó la fama a pesar de que algunos de sus trabajos alcanzaron cierta repercusión en revistas.
Esos primeros años, en los queaparecía en lencería o desnuda en portadas de revistas de moda y estilo ya pasó. Ahora, conserva la mirada azul penetrante que le abrió las puertas al modelaje —los rumores dicen que se podría haber operado pómulos, labios y senos, cosa que ella desmiente rotundamente—, pero hace años que se apartó de los reflectores y las pasarelas.
Está orgullosa de ser una “madre a tiempo completo”, encerrada en uno de los pisos llenos de mármol y oro (los visitantes a la residencia Trump tienen que calzarse como si entraran a un quirófano para no estropear los materiales) atendiendo a “dos niños”: su hijo Barron, el “pequeño”, de 10 años; y su marido Donald, “el mayor”, de 70.
A pesar de que podría convertirse en primera dama de Estados Unidos, sus apariciones públicas han sido mínimas. El jueves, por primera vez, hizo campaña por su marido en un pueblo perdido en los suburbios de Pennsylvania, ante un público formado mayoritariamente por “madres como ella” y hombres enamorados de su belleza y de las ideas de su marido.
Su participación constó de un discurso breve, insulso y conservador. Lo justo para cumplir con el expediente y no provocar que los focos la distraigan de su trabajo como madre, tal y como pasó en julio durante la Convención Nacional Republicana y el escándalo por el plagio de su discurso, que copió párrafos completos de otro pronunciado por la mujer que podría ser su antecesora en el cargo, Michelle Obama.