Un novato político está a las puertas de la Casa Blanca, después de vencer a 16 políticos profesionales, superar el rechazo del liderazgo republicano, confrontar a los medios y de humillar a los inmigrantes, los veteranos y las mujeres.
Donald J. Trump, un magnate de los hoteles de lujo y los campos de golf y exestrella de un “Reality Show”, será recordado gane o pierda como el “outsider” que cimbró al sistema político y puso al descubierto la brecha económica y cultural que separa a los estadunidenses.
Idolatrado por un electorado anglo carente de educación formal y tildado de un “peligro” para Estados Unidos y para el mundo por la otra mitad del país, el septuagenario está a un pequeño error estadístico de distancia de arrebatarle el triunfo a Hillary Clinton.
“Yo puedo arreglarlo solo”, proclamó Trump en su coronación oficial en la Convención Nacional Republicana de Cleveland, a la que convirtió en islote de hombres blancos y mujeres rubias, entre un océano demográfico cada vez más diverso racial y étnicamente.
Aunque su egocentrismo le atrajo las críticas de los demócratas, un triunfo de Trump podría literalmente catalogarse como una batalla unipersonal que libró con una parte de su propio dinero, frente a la formidable maquinaria demócrata y contra todos los pronósticos.
Mientras Trump operó en solitario, Hillary Clinton contó con el apoyo económico y logístico de los millonarios de Wall Street, de Hollywood, de los poderosos sindicatos estadounidenses encabezados por la AFL-CIO, de Barack Obama, Michelle Obama, Bernie Sanders, Tim Kaine y más.
Aunque tuvo el beneficio de confrontar en la recta final de las elecciones a una de las candidatas presidenciales demócratas más impopulares de la historia moderna, su capacidad de movilizar a millones de votantes blancos tiene raíces más profundas.
Trump obtuvo un número récord de 13.3 millones de votos en las primarias, sepultó las aspiraciones de un republicano moderado como Jeb Bush que entró en la carrera con 120 millones de dólares en la bolsa y se enemistó con el líder Paul Ryan sin perder votantes.
Fue Hillary Clinton quien aseguró que hasta la mitad de los seguidores de Trump pertenecían a una “canasta de deplorables”, integrada por un grupo disímbolo de sexistas, racistas, homófobos y xenófobos.
Son los mismos votantes blancos que Obama despreció en 2008 como esas personas “amargas, que se apegan a sus armas y a la religión, o que son antipáticos a quienes no son como ellos o tienen un sentimiento antiinmigrante o anti libre comercio para explicar sus frustraciones”.
Ciertamente la plataforma de ideas de Trump confirma su estrategia de cortejar casi en exclusiva e ese voto anglo, con la expectativa de que un número sin precedentes de electores blancos compense su impopularidad histórica con latinos y afroamericanos.
Con su ataque inicial contra los inmigrantes mexicanos, su propuesta de alzar un muro en la frontera y crear una fuerza de deportación, Trump dio voz así a quienes perciben a los inmigrantes no europeos como una amenaza a su identidad cultural y seguridad económica.
Pero no todos los seguidores de Trump caen necesariamente en la etiqueta de deplorables, toda vez que han explicado su apoyo a Trump porque lo perciben como una solución a sus problemas, a pesar de su temperamento, su misoginia y su volatilidad.
Encuestas muestran que muchos de sus partidarios son votantes blancos proletarizados que se sienten manipulados por las élites republicanas y demócratas de Washington o emprendedores recelosos con los centros del poder económico y cultural en el noreste y oeste del país.
Para ellos, Trump articuló una visión que los votantes conservadores perfilaban desde el ascenso del Partido del Té en 2009: La idea de que la élite de Washington había traicionado los principios de un gobierno eficaz, abocado a defender al país y crear empleos.
Su fama pública como un líder ejecutivo cortesía del popular programa “El Aprendiz”, y su imagen como empresario exitoso e ícono visible de la marca Trump, hicieron que millones lo vieran como el “outsider” con la vitamina necesaria para cambiar el “estatus quo”.
Con su llamado a renegociar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), Trump buscó también conectar con los trabajadores del medio oeste industrial, el llamado “Rust Belt” (Cinturón de Óxido) que han perdido sus empleos manufactureros o su sentido de seguridad económica.
Trump aventaja a Clinton en el estado de Ohio, se encuentra a sólo dos puntos de distancia en Michigan y a cinco de distancia en Pensilvania, a pesar de que los tres estados abrumadoramente blancos fueron ganados por Barack Obama en 2012.
Es una realidad que Hillary Clinton reconoció no sólo con su cambio de posición de partidaria a opositora de pactos como el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP), sino por su aceptación de que los demócratas se han alejado de ese segmento demográfico.
“Escogieron al tipo que es el outsider, al que da una explicación, errónea, no convincente, desde mi punto de vista, y la gente estaba hambrienta de eso (…) Donald Trump tuvo una historia simple y satisfactoria”, dijo Clinton a la revista The New Yorker.
“Creo que nosotros los demócratas no hemos ofrecido un mensaje claro de cómo vemos la economía que necesitamos tener. Necesitamos recuperar el manto económico de que somos los que creamos los empleos. Y el apoyo necesario para hacer más justa la economía”, añadió.
Expertos coinciden que el margen del desenlace de las elecciones del 8 de noviembre, el próximo presidente o presidenta de Estados Unidos lidiará con un país más dividido no sólo en demarcaciones geográficas, sino raciales, étnicas y económicas.