En las elecciones presidenciales en Estados Unidos, aunque no lo parezca por el ruido mediático, hay vida más allá de Donald Trump y Hillary Clinton. La batalla de candidatos impopulares que lidian el republicano y la demócrata daba pie a creer que este año, de una vez, se pudiera romper el bipartidismo imperante en el sistema político de EU. “Se podría pensar que quizá este podía ser el año para un tercer partido”, apunta a EL UNIVERSAL David J. Gillespie, autor de un par de libros sobre los “terceros partidos” en el sistema electoral estadounidense y profesor de Ciencias Políticas del College of Charleston.
Opciones no faltan: el libertario Gary Johnson, la ‘verde’ Jill Stein, el conservador moderado e independiente Evan McMullin… pero de nuevo todo quedó en un espejismo. “Es obvio que no va a pasar”, lamentaba desde las páginas de The Washington Post el analista político Stuart Rothenberg. No es por falta de ganas de los estadounidenses. Un sondeo de Gallup reveló que 57% cree necesaria la existencia de un gran tercer partido, cifras que se mantienen estables desde hace unos años.
A pesar de eso, los candidatos de terceros partidos o independientes se estima que este año sólo conseguirán 10% de los votos, un avance importante respecto del 1% de hace cuatro años, pero todavía insuficiente.
El que tuvo mejor panorama fue, sin duda, el libertario Gary Johnson, ex gobernador de Nuevo México y quien se presentaba como la alternativa a los dos grandes: conservador en lo económico, liberal en los social. Bien visto por buena parte de los republicanos y cercanos a los ideales de muchos jóvenes, especialmente por su defensa de la libertad individual y la defensa de la legalización de las drogas. Al principio de la contienda tenía buenos augurios, llegando a tener 11% de estimación de voto a nivel nacional, pero un par de tropiezos televisivos (especialmente sonado fue el que protagonizó cuando no supo responder a una pregunta sobre el conflicto en Siria y la ciudad de Aleppo) acabaron con sus aspiraciones.
En el otro extremo del espectro político está la ecologista Jill Stein, aupada en esta contienda electoral por el entusiasmo que despertó entre los jóvenes el senador Bernie Sanders en las primarias demócratas y quienes se niegan a dar su voto a Clinton. Sin embargo, su apoyo, al día de hoy, no llega al 2% nacional.
Para Gillespie, más que los patinazos mediáticos, el problema de los terceros partidos es el “fraude” de un sistema que se vende como bipartidista pero que, en el fondo, es un “duopolio” férreo. Hay dos elementos que, en opinión del experto, demuestran su teoría: la dificultad de inscribir candidatos en todos los estados (este año, por primera vez en dos décadas, un tercer partido estará en las papeletas en todo el territorio) y, lo más grave, la prohibición de participar en los debates electorales por no llegar al 15% de intención de voto.
“Los candidatos en ese escenario [los debates] son [vistos como] candidatos serios y viables que deberían ser tomados en cuenta por el electorado […] y que si tú votas por alguien que no está allí es como ‘tirar el voto a la basura’”, critica Gillespie. “Poner terceros partidos en un estrato igual a los dos grandes partidos hubiera dado a Johnson y Stein más visibilidad y credibilidad —y por tanto más votos—”, asegura Rothenberg.
Los dos grandes partidos no iban a permitir eso y, por tanto, mantuvieron el umbral mínimo para poder participar en los debates. La dificultad de llegar al 15% de voto se resume en que desde 1864 sólo tres candidatos de terceros partidos o independientes superaron esa barrera el día de la votación. Por si fuera poco, los demócratas, en la potenciación de la polarización del país —o estás con Trump o estás contra él—, se han encargado de ningunearles. “Si votas por un candidato de un tercer partido que no tiene opción de ganar, eso es un voto para Trump”, dijo el presidente Barack Obama. “Pueden oscilar un precinto entero contra Hillary con un voto de protesta”, advirtió la primera dama de EU.
“Arruinadores”
A pesar de eso, los terceros partidos siguen dando la batalla, especialmente por el número de votos que pueden quitar a los grandes partidos. “En términos generales, podríamos decir que Johnson podría herir más a Trump, y Stein a Clinton. Dado que Johnson lo está haciendo mejor numéricamente que Stein, es más probable que se arruine la elección a Trump y no que se arruine para Clinton”, analiza Gillespie.
Sin embargo, más allá del papel de “arruinador”, queda un reducto de batalla entre los contendientes independientes. En el estado más republicano y mormón del país, Utah, el movimiento antiTrump es tan poderoso que, según las encuestas, es probable que el conservador moderado Evan McMullin, un ex espía de la CIA totalmente desconocido pero apoyado por los republicanos que rechazan a Trump, pueda ganar el estado y, por tanto, llevarse seis votos electorales. O, lo que es lo mismo, privar a los dos grandes candidatos de ese botín.
“Los mormones de Utah se han mostrado ofendidos por el estilo de Trump”, dice Gillespie, quien recuerda que esta no sería la primera vez que un candidato consigue votos electorales. Pero, en estas elecciones tan divididas, puede marcar un hito y el devenir del futuro de Estados Unidos.