Pese a aparentar seguir una misma rutina, Fidel Castro nunca dejó de sorprender. Una cerveza casi helada en un instante vespertino en La Pelota—en el cruce de la avenida 23 y la calle 12 de La Habana—o un helado de postre nocturno en la cafetería del Hotel Habana Libre, en la cúspide de la famosa Rampa, y un ron ya de madrugada en El Gato Tuerto, frente al malecón capitalino, sin despojarse de algún fino puro surgido de las vegas de Pinar del Río, en el occidente de Cuba.

Sin importar día ni hora, sus rutinas sin rutina fueron famosas: un chapuzón en las cristalinas aguas marinas de Santa María, playa al este de la capital cubana, frente a muchos asombrados bañistas, o una visita sorpresiva al hogar de un viejo amigo en el barrio de Nuevo Vedado, en el sur de La Habana, para pedir consejos familiares.

O las reuniones durante muchas horas, y hasta el amanecer o desde el alba a la tarde y la noche, con escritores, políticos, empresarios, artistas, militares, guerrilleros, diplomáticos, intelectuales, espías y numerosos personajes extranjeros que, como invitados especiales o en misiones bajo reserva, llegaron a Cuba para compartir intensas discusiones o gestar alguna negociación confidencial.

El que ha sido el más famoso cubano, quien murió la noche del 25 de noviembre y al que, sin necesidad de mencionar su nombre, los cubanos llaman El Caballo, El Hombre, El Viejo, El Barbudo, La Bestia, El Jefe o El Bárbaro, entre muchos otros apelativos, tuvo una intensa y agitada vida, antes y después del triunfo de la Revolución Cubana.

Incansable y apasionado, su existencia fue signada por una lista larga de costumbres sencillas, como las de cualquier cubano. Y aunque fueron los mismos caprichos, en su personalidad asumieron rangos de bohemio renombrado, de galán con suerte con el sexo opuesto, de impactante figura de más de 1 metro y 90 centímetros, de aguerrida actitud de vida y de odio y simpatía entre opositores o aliados, sin términos medios.

Mientras emergía como dirigente estudiantil de la Universidad de La Habana, clave en la política cubana, este hombre, quien nació el 13 de agosto de 1926 en el oriente de Cuba, disfrutó de la abundante oferta social habanera de finales de la década de 1940 e inicios del decenio de 1950, como visitante frecuente de afamados centros de diversión —El Capri, El Monseñor, El Centro Gallego o El Plaza— a los que acudía la juventud.

Pero todo cambió cuando, con 26 años, conspiró, irrumpió en el escenario político de Cuba y encabezó a un grupo de hombres que el 26 de julio de 1953 asaltó el Cuartel Moncada, en el oriente de la isla, y marcó el inicio de la lucha armada contra la dictadura de Fulgencio Batista (1901-1973), instalada el 10 de marzo de 1952 con un golpe de Estado al presidente Carlos Prío Socarrás (1903-1977).

Luego del asalto, fue detenido, enjuiciado y encarcelado en una isla-penal, pero en 1955 quedó libre por amnistía con sus hombres después de una fuerte presión local e internacional sobre Batista, por lo que emigró a México. Tras viajar por varios países americanos, en suelo mexicano organizó la operación guerrillera que el 24 de noviembre de 1956 zarpó del puerto mexicano de Tuxpan, Veracruz, y el 2 de diciembre de ese año desembarcó en el oriente cubano para iniciar una guerra que se prolongó por casi 25 meses que llevó al triunfo de enero de 1959.

Riesgos. Después de conducir la guerrilla urbana y rural desde la Sierra Maestra, en la misma zona oriental, y ya como líder de la Revolución, las visitas a sus sitios predilectos de La Habana de otras épocas llegaron a ser riesgosas y debieron interrumpirse o ser controladas por un impresionante despliegue de seguridad.

En la cafetería del Habana Libre —cuartel general de Fidel tras el triunfo de 1959— se registró en 1963 uno de los 637 intentos de asesinato del Comandante atribuidos por Cuba a EU. Tras cenar y antes del postre, estuvo a segundos de ingerir alimentos envenenados con jeringa, en una operación de la que la revolución culpó a la CIA.

A la esquina de 23 y 12, en La Pelota, volvió el 16 de abril de 1961 a encabezar el sepelio de las víctimas por los ataques preliminares aéreos del asedio bélico por la invasión anticastrista de playa Girón, en bahía de Cochinos, en el litoral surcentral de la isla, y a anunciar una de las medidas estelares revolucionarias: proclamar el carácter socialista de la Revolución en un momento militar clave, porque la invasión fue derrotada el 19 de ese mes.

Cuando viajaba de su impenetrable y casi misterioso hogar, en una fortaleza boscosa en el oeste de La Habana, hacia el Palacio de la Revolución, en la capital, recorría unos 12 kilómetros en el corazón de una caravana de tres Mercedes Benz negros, precedidos y seguidos por un aparato de guardaespaldas. En vías paralelas, otros automóviles participaban en el dispositivo de seguridad, estacionados en un rincón, como señuelos o en misión discreta: un motociclista, un vendedor con cucuruchos de maní, un transeúnte o una “jinetera” (prostituta).

Por eso, El Hombre contó alguna vez que un sueño suyo era caminar solo por La Habana, pararse en cualquier esquina, beberse un café o una cerveza en cualquier lugar. No obstante, el temor de magnicidio —o de “Fidelicidio”— hostigó siempre a la depurada y pulida seguridad cubana y pudo más que las añoranzas de El Caballo.

Exclusivos. Para evitar todo riesgo de infiltración enemiga que pudiera lograr la muerte de El Jefe, la seguridad estableció fábricas que, con estrictas normas de control, producían ron, lácteos o tabaco que sólo El Viejo consumía. Y lo mismo sucedió con la carne, el pescado y los demás alimentos para La Bestia, cuyas necesidades personales y familiares—su esposa Delia Soto del Valle y sus cinco hijos, Alexis, Alejandro, Antonio, Alex y Ángel—estaban totalmente garantizadas.

Pero la desconfianza siempre cundió. La mayoría de sus escoltas, sometidos a vigilancia paralela, vivía con sus familias (también vigiladas) en una calle cercada del céntrico barrio habanero de El Vedado. Cercano a la calle Línea, una de las principales de La Habana, el sitio era visitado con frecuencia por El Barbudo, puesto que ahí votó en algunos de los peculiares comicios cubanos. Y en ese inexpugnable sector vivió Celia Sánchez, su más íntima amiga y símbolo de la dirigencia revolucionaria histórica y cuya muerte en 1980 le devastó, ya que confiaba a ciegas en ella.

Acérrimo desconfiado del entorno, su itinerario de bohemio en La Pelota, para la cerveza fría, o en El Gato Tuerto, para el ron de madrugada, cedió campo al conspirador y guerrillero: con movimientos siempre inesperados, nunca pareció descender de la Sierra Maestra… y siempre sorprendió.

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