En el sistema electoral de Estados Unidos existen elementos inamovibles. Por ejemplo, cuándo se celebran: siempre el primer martes después del primer lunes en los años pares. No importa qué pase en el mundo, ni que muera o dimita un presidente, ni cuán extraordinaria sea la ocasión, la fecha elegida siempre es la misma y el ciclo no cambia. Es por eso que, este año 2016 (cifra par), las elecciones se celebran el 8 de noviembre.
Otra verdad inmutable: a medida que se acerca la fecha de las elecciones, las cábalas y pronósticos de quién ganará se trasponen a un mapa de colores con una cifra objetivo: 270. Ese es el número de votos electorales, aquellos que dan la victoria al candidato a presidente del país. ¿Qué significa este número? ¿Qué son y cómo se consiguen los votos electorales?
Hay que partir de la base que la elección presidencial se produce por sufragio indirecto. El sistema electoral estadounidense es descentralizado: no se vota directamente al presidente, sino a los delegados y sus votos electorales que, por cada estado, definirán el nombre de quien gobernará el país durante los próximos cuatro años desde el Despacho Oval.
¿Cuántos delegados tiene cada estado? A cada territorio se le asignan un número concreto en relación con los distritos congresionales (asientos en la Cámara de Representantes), que se deciden según el número de habitantes.
Un estado de mucha población, como California, además de ser el más representado en el Congreso, es el que otorga más votos electorales en la elección presidencial: 55.
El total de delegados de un estado es el resultante de la suma de los representantes en la Cámara y el número de senadores, que para todos los estados son siempre dos.
Así, el mínimo de votos electorales que puede tener un estado es tres: un congresista y dos senadores. Es el caso Montana, Vermont, DC, Delaware, Wyoming y las Dakotas.
El candidato que consigue más sufragios en un estado se lleva todos los delegados en juego en ese territorio. Es un sistema winner-takes-all (el ganador se lleva todo): da igual la diferencia de votos entre aspirantes.
Es ejemplar en ese sentido el caso del año 2000 en Florida, en el que una diferencia de 537 votos decantó la presidencia, al otorgar los entonces 25 delegados floridanos al republicano George W. Bush.
Pero, como en todo, también hay excepciones a la regla: Nebraska y Maine tienen un sistema de repartición: el ganador de cada distrito congresional consigue un voto electoral y el ganador del conjunto del estado, dos extra.
Es por eso que los candidatos no buscan ganar el voto popular. La meta de todos los estrategas políticos es llegar a 270 votos electorales.
Cada estado tiene un peso demográfico diferente, un valor concreto, una importancia en el conteo. No hay el mismo interés en el resultado de Arkansas como en el de Florida o Texas. Este sistema lleva a que, antes de empezar, ya se sepa que algunos estados van a dar sus votos electorales a uno u otro candidato. Los demócratas son fuertes en la región de Nueva Inglaterra, Nueva York y la costa oeste; los republicanos en gran parte del sur, el medio-oeste y el cinturón religioso del centro del país.
Una vez establecido esto, la “diversión”, como apunta el catedrático del Colby College Sandy Maisel, empieza con los swing states, los estados péndulo o bisagra, aquellos que están en juego en cada elección. Ahí empieza el cálculo de los partidos para ver qué estados les pueden ser más favorables para llegar a los 270.
“Los candidatos no hacen campaña en estados donde tienen la certeza de ganar o perder”, explica Maisel, autor del breve, pero conciso y fundamental manual American Political Parties and Elections.
En declaraciones a EL UNIVERSAL, Maisel criticó que este sistema afecte las campañas: los candidatos no pisan territorio hostil porque arañar un puñado de votos no sería suficiente para obtener la mayoría de los apoyos y, por tanto, es preferible gastar recursos (tiempo, dinero) en estados en los que el resultado esté en el aire.
“No conozco a nadie que pueda argumentar a favor del ‘colegio electoral’ como la forma ideal de elegir un presidente”, apunta el experto, ya que este sistema sólo “beneficia a los candidatos que son fuertes en un estado o región y débiles a nivel nacional”, y que funciona perfecto para perpetuar el bipartidismo estadounidense.
Cambiar la complejidad del sistema no es fácil. Usar el proporcional de Maine o Nebraska, y potenciar la descentralización, depende de cada estado.
Pasar a la elección nacional directa, por otra parte, requeriría una enmienda constitucional. “Y eso, o el tener un sistema nacional de registro de votantes, son cosas que no estamos cerca de tenerlas”, señala Maisel.