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Cae la noche en la costa sur de Haití. De las penumbras, un canto melancólico flota en el aire, cruza calles destruidas y cimientos partidos, clamando un poco de ayuda: “Bondye mwen bezwen ou koulyea [Dios, te necesito ahora]”.
Un grupo de cuatro jóvenes entonan el coro una y otra vez en las calles de la devastada Cóteaux. Lo único perceptible son sus voces haciendo eco entre la destrucción que dejó el huracán Matthew hace 12 días: “Dios te necesito ahora, Dios te necesito ahora...”
El clamor de ayuda se extiende por toda la llamada costa azul. Las familias agotan de a poco los suministros que han quedado tras la devastación y la ayuda humanitaria internacional apenas se percibe en una región donde es casi imposible que los camiones abastecedores circulen por caminos destruidos.
En esta zona pesquera que hasta hace dos semanas tenía una producción importante, los pobladores no pueden trabajar. Hace falta hilo para tejer las redes, las lanchas están destruidas y lo poco que pueden pescar se descompone porque el huracán les arrancó todas sus pertenencias y, por si fuera poco, dejó sin electricidad a 90% de la población.
Wislande aprendió el oficio de pescador desde niño. Su padre, Belfort Paul, le enseñó a tejer redes y a trabajar en la pesca de trucha y sardina. Ahora, pese a la dramática situación, Wislande enseña el oficio a sus dos pequeños, Anchelot y Jamesky. Entre el olor a pescado muerto y el calor que pega a plomo en la zona costera, el pescador teje una red con la esperanza de poder venderla en la zona y así tener un poco de dinero en la bolsa para alimentar a su familia. Sin embargo, el material cuesta unos mil 500 gourdes (la moneda de Haití), algo así como 350 dólares, que ninguna persona en la costa puede conseguir.
Resguardados en un techo improvisado de madera y paja, a la orilla del mar, los dos pequeños están atentos al tejido de red que hace su padre, mientras éste narra cómo una de sus vecinas era aplastada por el techo de su casa el día que el huracán arrasó estas costas sureñas.
“Fue muy difícil. Íbamos hacia la casa donde nos resguardábamos por el huracán cuando una mujer se quedó atrás y el fuerte viento derribó su casa, quedó aplastada entre los escombros, pero sus hijos se salvaron”, cuenta Wislande.
El pescador detiene sus manos y clava la mirada en la arena. Recuerda que dos días antes del ciclón toda su familia abandonó sus pertenencias y se refugió en una vivienda segura, junto con otros 300 habitantes de Cóteaux. “Ya habían alertado por el ciclón. Nos fuimos a esa casa. Cuando pasó [Matthew] fue muy difícil ver cómo destruía todo. Mi casa también se la llevó el huracán. Los vientos eran muy fuertes” y destruyeron todo, explica.
El hombre de 40 años, sus dos hijos, su esposa y su padre, viven en una casa improvisada de lona y palmeras que está al pie del mar. El apoyo de organizaciones internacionales y el gobierno no les ha llegado, ni siquiera agua potable para evitar ser víctimas del cólera, una enfermedad que ha dejado muerte en la localidad vecina de Chardonniéres. Incluso con la ayuda, Wis-
lande dice que les están regalando arroz a las personas de comunidades afectadas, pero el problema es que no hay dónde cocinarlo y, mucho menos, agua limpia. La familia de Wislande es una de las 120 mil afectadas por el huracán Matthew, no sólo en la costa sur, también en la montaña y la costa suroeste del país.
“Sólo pido hilo”
La situación de Ellio es distinta. Él no puede pescar. Le fue imposible rescatar sus redes y su lancha quedó destrozada por las fuertes ráfagas de Matthew. Al mediodía, sólo con unos pantaloncillos puestos, el hombre camina descalzo por la zona destruida, con el peligro de pisar puntas filosas, clavos y agua estancada que hiede a podrido. Cruza las casas derruidas hasta llegar al mar, donde uno de los pescadores con más suerte le presta una cantidad de pescado fresco, tal vez para alimentar a su familia o venderlo en las calles.
“No tengo dinero para comprar nada, sólo pido apoyo para comprar una red de pescar y trabajar como lo hacía”, explica el pescador, quien lleva varios días sin comer.
De unos 50 años, Ellio dice que el día del huracán también se refugió en una vivienda segura. Los poderosos vientos de Matthew se llevaron su casa.
“Gracias a Dios mi familia está bien, nadie murió en mi casa porque todos nos resguardamos, pero todo lo demás lo perdimos”, dice afligido.
En una comunidad ubicada más adelante, dos niños estiran redes casi imperceptibles en un río que desemboca al mar.
A la luz de la luna, esperan pescar algo de camarón para llevarlo a vender. El afluente del río llega de las montañas, donde los contagios por cólera han aumentado en los últimos días, con el riesgo de propagar la epidemia a las zonas costeras. Pareciera que el clima, las enfermedades y la nula ayuda les siguen exprimiendo el alma.
Esta es la lucha diaria —por obtener comida— que se vive desde hace dos semanas en al menos cinco departamentos del sur de Haití, donde la gente clama por ayuda.