Han transcurrido quince años desde que mirábamos pasmados, en vivo y a todo color, cómo es que las torres gemelas de Nueva York se desmoronaban tras haber sido impactadas por dos aeronaves de pasajeros. Otro avión se estrellaba contra el Pentágono. Otro más en los campos de Pensilvania. El terrorismo había cobrado nuevas dimensiones. Bush juraba acabar con ese monstruo llamado Al Qaeda y devolver a los estadounidenses el sentido de seguridad que habían perdido. Se aprobó la legislación más severa de la historia sobre la materia. Se creó un gigante burocrático costoso y complejo, el Departamento de Seguridad Interna o Homeland Security. Se decidió intervenir militarmente Afganistán e Irak, así como arrancar la mayor cacería de terroristas jamás vista. Incluso, años más tarde, ya con Obama, se terminó con la vida del líder y autor intelectual de la tragedia, Osama Bin Laden. No obstante, quince años después, el mundo sufre alrededor de cinco veces más muertes por ataques terroristas que en aquél entonces. Al Qaeda sigue viva y una de sus escisiones –ISIS- representa, en palabras del presidente estadounidense, la mayor amenaza a la seguridad de la superpotencia. En la actualidad, quizás ya no vemos torres derribadas por jets. Pero sí vemos, de manera cada vez más frecuente, individuos asesinando inocentes en un bar, en un café, en un centro comercial, o atropellando gente en un desfile. Más aún, de acuerdo con diversos estudios del año pasado, una mayoría de estadounidenses reporta que se siente más insegura en el presente que en 2001, y 40% reportaba que el terrorismo es la principal amenaza del país. ¿Cómo explicarlo?

Primero, el terrorismo no es solo violencia material, sino una táctica que emplea a esa violencia material contra civiles solo como instrumento para provocar un estado de conmoción y terror en terceros y así, inducir cambios en las opiniones, en la conducta o en las actitudes de esos terceros, con el objeto de transmitir mensajes o reivindicaciones y, entre otras cosas, ejercer presión política en tomadores de decisiones. De este modo, el verdadero daño de un atentado rebasa con mucho a las siempre lamentables víctimas directas, o la cantidad de destrucción provocada. La marca más honda del terrorismo radica en los efectos psicosociales ocasionados a partir de la comunicación del acto violento, de la reproducción y contagio del miedo masivo, y el impacto que ese miedo termina provocando en la agenda o en la toma de decisiones de un determinado país o grupo social. Es ese el sentido en el que los atentados del 9/11 cambiaron la historia. El evento fue visto y retransmitido incansablemente en todo el planeta durante días, semanas, meses y años, generando con ello, millones de víctimas indirectas. Esas otras víctimas, cuyos nombres nunca alcanzan una placa o siquiera una mención, son todas las personas que atestiguan el acto violento a través de los medios, y quienes, invadidas por el miedo, se estresan y cambian su forma de actuar, sospechan del vecino o de quien “parezca árabe” y terminan apoyando respuestas de fuerza por parte de sus gobiernos.

Los pasos implementados por la administración Bush, tanto en lo interno como en lo externo, así como por parte de muchos otros países que se sumaron a la causa antiterrorista, consiguieron, efectivamente, algunos de los objetivos trazados. A pesar de que varios ataques más –como el de Madrid en 2004 o el de Londres en 2005- fueron perpetrados por Al Qaeda, o por células afiliadas a esa organización, sus principales bases en Afganistán fueron desmanteladas. Bin Laden y los combatientes que sobrevivieron fueron obligados a huir y a ocultarse, degradando con ello su capacidad operativa. La amenaza de ataques terroristas en países occidentales, con el nivel de planeación, sofisticación y operación que habíamos visto en 2001, 2004 o 2005, disminuyó considerablemente. Las agencias de seguridad desmantelaban células, frustraban planes y atrapaban potenciales terroristas en toda clase de sitios.

Sin embargo, la “guerra contra el terrorismo” no terminó con el terrorismo. Al revés, le alimentó, le hizo mutar y reproducirse. Según el Índice Global de Terrorismo (IEP, 2015), actualmente tenemos alrededor de cinco veces más muertes por esa clase de violencia que en 2001. De esas muertes, 80% se concentra en solamente 5 países. Dos de esos países son Irak y Afganistán, justamente los dos intervenidos militarmente por las potencias occidentales, y otros dos –Siria y Pakistán- son países limítrofes con los dos primeros, lo que no es casual. A lo largo de los años, Al Qaeda estableció filiales importantes como las de Yemen, el Magreb o Irak, además de una serie de grupos menores, células e individuos que le juraron lealtad. Una de esas filiales, la de Irak, se transformó en lo que hoy conocemos como ISIS o “Estado Islámico”.

Si bien las agencias de seguridad consiguieron reducir la amenaza de atentados sofisticados, el terrorismo siempre supo encontrar caminos para seguir golpeando el sentido de seguridad de sus enemigos. Desde los ataques suicidas y coches bomba en los sitios donde las grandes organizaciones tienen sus centros operativos, hasta los atentados y secuestros de inocentes en los que los atacantes emplean armas cortas, largas o semiautomáticas, incluso cuchillos, machetes, o camiones para atropellar gente como en Niza hace algunas semanas.

La cuestión central es que, en nuestros días, gracias a la evolución de la tecnología de las comunicaciones, ya no se necesita secuestrar un avión y estrellarlo en un rascacielos para provocar el impacto mediático y psicológico deseado. En los últimos años, 70% de las muertes por terrorismo en países occidentales, son el producto de atentados a manos de lobos solitarios. Basta que alguien fotografíe o filme un atentado “simple” o “casero”, para que el evento sea atestiguado de manera indirecta por millones de personas, al instante, en vivo, mientras los sentimientos de vulnerabilidad y terror son producidos, incluso a miles de kilómetros de distancia. Esa eficacia, a su vez, incentiva ataques similares.

Así que, a quince años, es necesario efectuar un balance serio acerca de las estrategias implementadas, acerca de la evolución de los atentados, y los riesgos que persisten. Hasta ahora, la investigación ha demostrado que las medidas más eficaces para reducir ataques terroristas no son militares, sino policíacas y de inteligencia. Aún así, el brutal incremento en el uso de la violencia terrorista demuestra que, mientras la motivación de cometer ataques exista, sin importar la cantidad de países invadidos, bases desmanteladas, líderes caídos, o disposiciones de seguridad puestas en marcha, los grupos o personas que han decidido utilizar esta clase de violencia, terminan por encontrar la forma de seguirla utilizando. Lamentablemente, en el mediano y largo plazos, solo si las causas raíz de este mal son atendidas, podemos esperar que las gráficas actuales se reviertan. De acuerdo con la investigación más reciente (ver por ejemplo, IEP, 2015 y 2016), en países como Afganistán, Irak y Siria, entre otros, en los cuales se comete la mayor cantidad de ataques, y donde las organizaciones terroristas han encontrado sus mayores caldos de cultivo, enfrentar al terrorismo requiere de la resolución de los conflictos, de la construcción de condiciones de paz duradera y sustentada en factores estructurales como el combate a la criminalidad, la corrupción, y el fortalecimiento al respeto a los derechos de todas las personas, entre otros. Un texto del Foreign Affairs esta semana nos da una de las claves: Los grupos terroristas no se sostienen sin la existencia de redes criminales como organizaciones de narcotráfico, lavado de dinero, o tráfico de personas, por mencionar algunas. En países occidentales como Francia o Bélgica, las estrategias de largo plazo deberán incluir acciones para revertir el proceso de radicalización de individuos y grupos, tales como la reducción de las desigualdades socioeconómicas y el fomento a la inclusión e integración de amplios sectores que hoy se sienten marginados. No se trata de medidas simples. Pero el no entrar en el tema de fondo es lo que ha resultado, hasta ahora, en que la cantidad de muy lamentables inocentes que murieron el 11 de septiembre del 2001 palidezca ante las cifras de los que mueren a diario en nuestros días a causa de este tipo de violencia.

Analista internacional

@maurimm

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