Manuel y Antonio Ramiro Lapeña Altabás, veterinario y herrero, fueron fusilados en 1936 en Calatayud por sus simpatías anarquistas. En 1959, cuando la dictadura levantó el Valle de los Caídos, el homenaje a los vencedores de la Guerra Civil española, los Lapeña fueron desenterrados de su pueblo y trasladados a un osario, con más de 33 mil cadáveres, a los pies de los que se sepultó al dictador Franco en 1975. La semana pasada, un juez concedió a la familia Lapeña la posibilidad de recuperar sus restos y darles “digna sepultura” fuera de la mayor fosa común de España.

El abogado responsable de la sentencia que puede agrietar la piedra del Valle, Eduardo Ranz, ha batallado desde 2012 en cortes españolas y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos hasta que encontró una fisura en la legislación civil y el derecho a recuperar el honor. Pero la institución pública que gestiona el Valle, Patrimonio Nacional, se resiste a acatar la sentencia del juzgado de San Lorenzo de El Escorial. “ Es un lugar que no quieren remover”, explica Ranz. “Que entren científicos en las criptas y comiencen a aparecer cuerpos y cuerpos puede ser doloroso, pero es necesario”.

Prisioneros republicanos tardaron 20 años en horadar el granito de la sierra madrileña para construir la basílica y las criptas preparadas para enterrar a los vencedores de la guerra. Debía ser un homenaje colosal, pero cuando se completó la obra, en 1959, muchas viudas ya no querían exhumarlos y llevarlos lejos de su tierra. Por eso Franco pidió a los ayuntamientos que mandaran cadáveres republicanos. Estos se fueron agrupando en la cripta en cajas colectivas, según su procedencia. El juez que da la razón a los Lapeña ve indicios de que sus familiares están en una de las ocho cajas procedentes de Calatayud, y ha aceptado que se abran. El asunto es que el Valle está en tan mal estado que la lluvia ha calado las criptas, las cajas, y el reconocimiento de cuerpos parece difícil. Una comisión pública analizó los desperfectos en 2011 y dictaminó que varios columbarios están destruidos.

El problema de los Lapiedra enlaza con el que persigue al Estado desde el fin del franquismo. Sucesivos gobiernos se han planteado qué hacer con un monumento odioso para parte de la población, pero que no puede dejar que sepulten el viento y el hielo de las montañas. Repararlo costaría 13 millones de euros, según el informe de 2011.

Durante el anterior gobierno socialista se habló de sacar de allí el cadáver de Franco y crear un museo. El gobierno actual, de derechas, no quiere oír hablar de ello. La alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, de la izquierda, propuso hace unos días cambiar el nombre a “Valle de la Paz” y revisar el concepto. Esto significaría rehabilitarlo a cambio de que sus habitantes (los miembros del monasterio que regenta la basílica y recibe subvenciones por ello) acepten las contrapartidas que exige ser financiado por la democracia. Algo que parece difícil mientras junto al altar de la iglesia siga enterrado Franco.

El Valle atrae 250 mil turistas al año, pero Patrimonio lo promociona poco. Sólo un bus diario llega a la basílica; para el que quiera ir andando, son siete kilómetros cuesta arriba. En ese camino sobrecoge ver cómo emerge de las montañas la cruz de 150 metros que corona el mausoleo. Al llegar, esperan una sucesión de enormes terrazas de granito. Entre los cipreses los carteles anuncian los desperfectos: el funicular está cerrado, tampoco se puede subir por el sendero de la cruz desde que una estatua se desprendió y casi mata a una turista. En las arcadas abundan las goteras.

En las capillas laterales de la basílica, dos puertas dan acceso a los nueve pisos donde están los osarios. Sobre ellas, una inscripción: “Caídos por Dios y España 1936-1939”. Al dejar la penumbra de la iglesia, el sol que golpea las explanadas de granito ciega a los visitantes. “A mí me ha dejado muy triste”, dice un hombre al salir.

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