Brasil fue ayer un laboratorio político, pero más que nada, fue un laboratorio emotivo. Y en Brasilia, bajo el sol abrasivo del paralelo 15, a la mañana todo parecía más dramático: el país más grande de Sudamérica se había despertado con la puesta en marcha del impeachment para la presidenta Dilma Rousseff (la votación final, en la Cámara de senadores, fue a las seis y media de la mañana, luego de una sesión infinita), y el protocolo establecía que el cambio de gobierno se realizara en el mismo día.

El protocolo, en verdad, nunca había sido puesto en marcha: desde que la figura de impeachment fue incluida en la Constitución de Brasil, en 1950, todos los presidentes fueron atacados con pedidos de juicio político, pero sólo Rousseff cayó por este precipicio. (Un caso diferente fue el de Fernando Collor de Mello, el presidente que en 1992 renunció antes del juicio para no perder los fueros).

La hoy presidenta sin funciones ya había sido enjuiciada en 1970 por un tribunal militar, cuando era una joven guerrillera. Y ayer fue emocionante para sus partidarios, que en la breve conferencia de prensa la escuchaban con el puño en alto, apoyarla frente a un nuevo juicio. A la salida, los funcionarios de prensa del gobierno habían  preparado un sitio para que los periodistas pudiéramos presenciar su último discurso ante la gente (que, vista a la distancia, era como un puñado de altruistas que se asaba en la plaza). Pero ese sitio, que estaba bastante alejado, sólo le quitaba pasión política a la escena.

Me despojé entonces de las credenciales de periodista y me lancé a caminar hacia el gentío, con toda mi curiosidad y mi entusiasmo. En el camino me saqué el saco. Y me arremangué las mangas de la camisa. Y cuando llegué, Rousseff estaba hablando sin teleprompter ni papeles, y sus militantes cantaban: “Fora, Temer!” (“¡Fuera, Temer!”), “Se nao pararem o golpe, nos paramos o Brasil!”

(“¡Si no paran el golpe, nosotros paramos a Brasil!”) y “O povo unido, jamais será vencido!” (“¡El pueblo unido jamás será vencido!”). Lo que de lejos parecía un trámite, de cerca era el acto de la tribu dilmista en su hora final, consumiéndose junto a esa reina sin corona, ardorosamente.

Y hablando de tribus, había también unos 500 indígenas del pueblo xukuru, que llevaban sus cuerpos pintados de negro, con adornos de caña sobre sus cabezas. Muchos de ellos habían llegado con flechas, o algo parecido a flechas (reconozco mi ignorancia sobre las herramientas de las etnias de Pernambuco), que les fueron confiscadas temporalmente por la policía. Al lado de ellos, encontré sombra bajo una enorme bandera brasileña que pasaba de mano en mano, y vi cómo muchos otros militantes se cubrían del sol caliente con carteles verdeamaralehos que decían “Voltaremos” (“Volveremos”).

Un rato después, ya estaba almorzando en el restaurante del Senado. Allí, los mozos sólo piensan en llenar tu copa: sus manos aparecen de la nada, y te la llenan.

Me ajusté la corbata a la tarde. En el pequeño salón del Palacio de Planalto donde a la mañana yo había visto tanta rabia, ahora veía sonrisas, y los puños en alto habían sido reemplazados por las manos en alto que con los celulares tomaban selfies. El nuevo presidente, Michel Temer, estaba por asumir, y en lo que él había dicho que iba a ser “una ceremonia seria y discreta”, todos estaban radiantes.

Sin embargo, casi nadie pudo ver a Temer, un hombre pequeño en el medio de varios hombres altos, y casi nadie pudo apreciar la elegancia con la que coronó su llegada al poder (traje negro, camisa blanca lisa, corbata de seda verde agua), aunque, por supuesto, todo el mundo escuchó sus palabras. La oratoria de Temer es sobria: alejada de la verba de los líderes sudamericanos de la última década, se oye respetuosa y formal.

Temer leyó un discurso que había sido escrito por tres personas: su ministro de Hacienda, Henrique Meirelles, un asesor en publicidad y él mismo. Habló de respeto a las instituciones republicanas, de recuperación nacional, de compromiso ante el panorama extranjero, y estaba en eso cuando toda la fiesta pareció pender de un hilo. Es que, de repente, ya no pudo continuar. Lo intentó varias veces, quiso, probó… pero su voz, que antes había brotado tan cadenciosa, ahora quedaba ronca y entrecortada. Un hombre del público le alcanzó un caramelo y toda la sala comenzó a gritar: “¡Michel! ¡Michel! ¡Michel! ¡Michel!”, batiendo las palmas, como en un coliseo.

El nuevo presidente se había atragantado.

Durante 30 segundos larguísimos, el destino de Brasil volvió a quedar en vilo. Cuando Temer se recuperó, todo el mundo aplaudió y sonrió: Brasil seguía adelante.

ahd

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses