Las calles de Caracas lucen vacías. Hay una espesa nata de nerviosismo en el ambiente. El lobby de un céntrico hotel es un hervidero. Entre decorados noventeros se concentran y deambulan políticos, reporteros, activistas y voluntarios convocados por la coalición opositora. Cada cara desconocida es sometida a una radiografía visual implacable. La introducción de un cercano facilita la entrada al fuerte de la desconfianza, al cerco de la cautela, al refugio de la sospecha. Las noticias de movilizaciones o las señales del gobierno provocan pequeños cónclaves, llamadas nerviosas con las avanzadas, mensajes de texto para bordar un poco de serenidad. No saben si alegrarse o preocuparse por la ausencia del ejército en las calles.
Todos pretenden calcular qué piensan los adversarios, qué sucede del otro lado de la trinchera, qué harán cuando llegue el momento de la cita. Las instrucciones no tardan en llegar a los visitantes: “el perímetro de la Asamblea está cercado”, “transitaremos en convoy”, “caminaremos unas cuadras sin separarnos”, “no desaceleren el paso”, “el objetivo es entrar al recinto”.
A las puertas de la Asamblea Nacional, en una visible movilización policiaca, se encuentra estacionado un camión de la radio bolivariana, con un potente perífono instalado en el toldo. Una cinta se repite al paso de cada contingente. Es la impostada voz del Comandante Hugo Chávez que presta vida a los enormes pendones ilustrados con su imagen, siempre secundada por el afilado perfil de una réplica de Simón Bolívar moldeada en cera. No hay nada ni nadie entre ellos: la historia delineada por el “dedo de dios” inició en la batalla de Carabobo y se reinició después de la crisis económica que condujo a “El Caracazo”.
Es la lucha continua y continuada entre explotadores y explotados: los españoles frente al sueño bolivariano; el FMI, el Banco Mundial, el “Pacto de Nueva York”, las políticas de austeridad de Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez, la oligarquía proyanqui y el imperialismo de Washington y Madrid frente a Chávez. Las castas frente al pueblo... “y cuando habla el pueblo, habla dios”, dice aquella sonora grabación.
Los diputados electos entran a cuentagotas. En la monumental fuente que antiguamente separaba a la Asamblea Nacional del extinto Senado, un legislador opositor muestra a su par la mano raspada y la hebra de hilos de botones del saco perdidos en el forcejo perimetral. Se saludan, se animan, definen tiempos y movimientos: se colocan pausadamente en sus escaños, cautos, disciplinados, adrenalínicos. Desde la grada, la proporción de los espectadores reproduce la nueva configuración de la Asamblea: vítores a los líderes de la oposición; condenas estridentes al madurismo; cartulinas improvisadas por la amnistía a los presos políticos; respaldos a los herederos del chavismo y veladas advertencias a la ineludible rectificación del “auténtico pueblo”. Cada decibel en el grado y medida de la báscula electoral que los llevó a ese lugar. Todos —guerreros al fin— saben que el campo de batalla ha cambiado; que deben aprovechar la escenografía; que debe quedar registro de la exigencia, de la contradicción o del agravio. Y es que después de varios años regresa la prensa al recinto y a las sesiones públicas. “Lo importante es instalar”, le dice un corpulento diputado a su enclenque compañero que se apunta para confrontar a la bancada oficialista.
Otro legislador, ex funcionario del ministerio de educación en el régimen actual, sube y baja a la mesa directiva para arrebatar el micrófono, para hacerse visible, para impedir que la algarabía opositora salga políticamente impoluta. Al final, los peores temores no se conjuran: unos se van, otros se quedan. Por la voluntad de unos y otros la vida sigue. Pero resucita el parlamento y la pluralidad: el espacio institucional en el que el conflicto se decide por la razón de los argumentos y el peso de los votos.
Nuevas batallas. La entrada de aquel céntrico hotel luce semidesierta. Las nuevas batallas vendrán después. Ambos bandos han depuesto, temporalmente, las armas. Es la tregua de los que saben que mañana será otro día y que habrá otros campos para enfrentarse. La coalición opositora está eufórica y con razón: más de una década esperando para ver este momento. Leopoldo López y Manuel Rosales, desde prisión, seguramente vieron la sesión que presenciaron otros líderes de la oposición en los duros asientos de ese frío y bullicioso hemiciclo: Henry Ramos, Capriles, María Corina, Timoteo, Lilian, Julio Borges. El testimonio de la victoria que fue posible gracias a la unidad de convicción y de propósitos de los diferentes; el paso que puede fracasar en la fragilidad de la coyuntura.
Un letrero en el aeropuerto anuncia un tipo de cambio de 6.50 bolívares por dólar. No hay cambiante en la ventanilla para ofrecer moneda local. Nadie puede vender ni comprar. El “mercado paralelo” lo transacciona en más de 800. Hay desabasto de bienes básicos, inflación de tres dígitos, las mayores reservas de petróleo del mundo a un precio inviable y todo en el contexto de un sistema propagandístico y clientelar penetrante hasta la médula. Pero desde ayer, nadie podrá echar la culpa al otro: la responsabilidad institucional es compartida y la crisis económica también.
La crisis política es riesgo para ambos: para los que fueron votados por el impulso de cambio y para los que pretenden conservar el experimento socialista. Es Caracas entre cordilleras: la próspera Venezuela entre la aflicción y la esperanza…
Presidente del Senado de la República