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En el siglo XX presenciamos un avance acelerado de la tecnología de las comunicaciones. Esta evolución dio paso a la llamada globalización, a partir de la velocidad sin precedente del movimiento de personas, bienes y servicios por todo el planeta. Sin embargo, la globalización también tiene su lado oscuro. Los criminales hacen uso eficiente de estos medios y esta dinámica escapa cada día más al control de los Estados. Mismo es el caso del terrorismo internacional, quizás el lado más oscuro de la globalización.
El siglo XX vio las dos guerras convencionales de mayor envergadura y alcances destructivos en la historia de la humanidad. A estas guerras siguió la llamada Guerra Fría, un conflicto que ante la magnitud de las armas disponibles, nunca llegó al enfrentamiento militar. Hasta ese momento, los actores líderes de estas guerras fueron los Estados; la motivación, la defensa de los intereses nacionales y las ideologías.
En el siglo XXI, en particular a partir de 2001, la forma de guerra tomó otra fisonomía. Ahora las motivaciones políticas que se traducen en acciones bélicas se basan en las identidades y se generan y propagan a partir de las emociones que originan los estamentos étnicos y religiosos. Esta nueva fisonomía ha llevado a la generación de conflictos de varias capas en los que se mezclan intereses nacionales con conflictos religiosos, como sucede entre países predominantemente sunitas (Arabia Saudita, Qatar o Kuwait y la oposición sunita en Irak), y los chiítas (liderados por Irán). El conflicto árabe-israelí constituye una segunda capa.
Una tercera capa son los intereses geopolíticos de las potencias extra regionales —que se explican en buena medida por razones económicas— y que no necesariamente coinciden con los incentivos de la guerra entre chiítas y sunitas, lo que explica el apoyo de Rusia a Siria o el apoyo de Estados Unidos a Israel, Arabia Saudita, Turquía o Irán, que en el contexto de una guerra tradicional difícilmente podríamos poner en el mismo bando.
Los recientes eventos en París muestran una cuarta capa de conflicto al menos tan complicada como las anteriores. En Francia el 10% de la población son musulmanes. Cerca de seis millones de musulmanes franceses se reúnen cotidianamente en más de mil 200 mezquitas. Basta con que una parte infinitesimal de esta población se sume a la visión del conflicto de identidades entre el islamismo y Occidente y que la traduzcan en acciones de guerra, para que Europa se convierta en campo de batalla. Una más de las tonalidades oscuras de la globalización.
En las dos grandes guerras del siglo XX, quienes decidieron el inicio y fin de las hostilidades fueron los jefes de Estado y de gobierno. Lo mismo sucedió durante la Guerra Fría, cuando los líderes de las superpotencias impusieron el tono y la dinámica al conflicto. Ahora las cosas son distintas. Se sobreponen varias capas de conflicto, lo que multiplica el número y calidad de los actores. ¿Quiénes se deben sentar ahora en la mesa de negociaciones? ¿Los líderes de las potencias? ¿Los líderes religiosos? ¿Los líderes de los grupos extremistas? ¿Los ciudadanos inconformes? ¿O todos a la vez?
¿Qué parte de los conflictos se resuelve con las armas y qué parte con la negociación?
¿Quién pone las reglas y quien se encarga de hacerlas cumplir?
En una guerra mundial participan los principales actores del sistema internacional y sus consecuencias alcanzan de una u otra manera a la mayor parte de los habitantes del planeta. Sin embargo, la mal llamada guerra contra el terrorismo es en realidad un conglomerado de varias capas de conflictos que sobrepasan las estrategias e incluso la nomenclatura tradicional.
Como dijo Paul Valery en 1914, “el futuro ya no será lo que era antes”.
Director de Grupo Coppan SC.
lherrera@coppan.com