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Ayer, millones de argentinos acudieron a las urnas para elegir al sucesor de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Al momento de escribir estas líneas, las encuestas de salidas perfilan como ganador al liberal opositor Mauricio Macri, ex alcalde de Buenos Aires. Esto abre la posibilidad de que Argentina comience a corregir políticas populistas que en lo económico han llevado al bajo crecimiento con alta inflación, y en lo político a un autoritarismo marcado por la corrupción y la demagogia.
Pero si Argentina tuviera las leyes electorales de México, hoy estaríamos hablando del triunfo del kirchnerismo en las elecciones del pasado 25 de octubre. En aquella votación el candidato oficialista, Daniel Scioli, obtuvo 37% de los votos, mientras que Macri quedó segundo por menos de 3 puntos, con 34.1%. Esto hubiera sido un duro golpe para quienes no deseaban la continuidad del régimen kirchnerista, que sumaban a más de la mitad de los argentinos, pero que dividieron su voto entre Macri y el candidato peronista moderado, Sergio Massa con cerca de 20%, quien quizás se hubiera caído hasta 10% y nadie le hubiera importado o no habrían caído en la cuenta de que 20% pensaba distinto a ellos.
Argentina, al igual que la mayor parte de los países democráticos, tiene ahora un mecanismo de segunda vuelta en elección presidencial. En ese caso, la regla dice que si el candidato ganador no obtiene el 45% de los votos, o al menos 40% y una ventaja de 10 puntos con el segundo lugar, entonces tiene lugar una segunda vuelta.
En América Latina, México es una de las 5 naciones donde no hay segunda vuelta presidencial. En 2009, el gobierno federal presentó una iniciativa de reforma política que incluía ese mecanismo, pero los legisladores del PRI se opusieron fuertemente y lo borraron de la iniciativa, argumentando que “no era una prioridad”. En el Pacto por México, aun cuando fue propuesta, ningún partido le dio importancia.
Hay razones para estar a favor de la segunda vuelta: permite que los ciudadanos voten con mayor libertad al no hacer el cálculo del “voto útil”; votan los ciudadanos por lo que piensan y en la siguiente vuelta pueden votar entre quienes verdaderamente se diputan el cargo; también porque las ideas, propuestas y votantes de quien queda en tercer lugar adquieren una fuerza para dialogar y convencer. Sin duda permite construir gobiernos con mayor respaldo popular.
Como en México el voto no es obligatorio, en elecciones donde vota el 60% del padrón, podríamos llegar a tener un gobernante apoyado por el 20% de la población. La segunda vuelta reduciría también los casos de elecciones impugnadas o “judicializadas” al darse resultados cerrados en la primera vuelta: que sean los ciudadanos y no los jueces quienes decidan a quién va la victoria.
Pese a que se ha propuesto, los partidos que se oponen a las segundas vueltas, temen convertirse en el “Perdedor de Condorcet” (término usado en ciencia política para describir a la opción menos deseada por la mayoría). Parece que ese perdedor es el PRI, pero tal vez a Morena tampoco le de mucha gracia tener que convencer a quienes en principio no comulgan con su visión de país.
A la democracia no hay que tenerle miedo, a lo que hay que temer es a la insatisfacción de la misma —que en México es muy alta— y además, hay mayor costo económico en un gobierno no respaldado.
Esta semana The Economist señala que: “El Presidente Peña podría lograr que su candidato resulte electo en 2018, conservando el voto duro de su alianza electoral (PRI-PVEM) de alrededor de 36%. Esto debido a que la oposición está fragmentada y a que la Constitución no contempla una segunda vuelta. El problema es que esta fórmula intensificará la desilusión de los mexicanos con su todavía joven democracia”.
Abogada