Un país como Venezuela, que no se caracterizaba por ciudadanos emigrando por el mundo, hoy sufre la triste paradoja de experimentar la ida de, por lo menos, un millón de venezolanos en los últimos años. Unos se van a buscar mejores horizontes que los que les propone el régimen bolivariano, otros abandonan el país cansados de la situación de descomposición que vive la nación y otros muchos por conocer lo que es vivir tranquilos, sin el temor a que te maten en un robo.

Y es que hoy ya nadie invita a cenar a la casa. El temor a ser la próxima víctima de la ola de inseguridad que no deja de crecer es cada vez mayor. A lo sumo, las reuniones no pasan del almuerzo.

A ese éxodo ahora se le suma la expulsión o la partida de miles de colombianos. Una parte de ella expulsada por el régimen, la otra parte escapa de ese flagelo que en este país no repara en nacionalidades: el temor a caer en las redes de la inseguridad.

En medio, el gobierno dice que les abrirá las puertas a 20 mil refugiados sirios. Salen de su drama para invitarlos a venir a “la otra Siria”. A un país donde no hay guerra civil pero hay muertos por violencia, y el desabastecimiento y la inflación son características propias de una nación bajo un conflicto bélico.

Una paradoja más de un régimen que de vuelta se muestra enfrentado a un “enemigo externo”, Colombia, cuando en verdad está enfrentado a toda la mayoría democrática de este país.

Lo que esta última crisis orquestada con Colombia nos permite observar palpablemente es que por lo menos tres cuartas partes del país fueron ocupadas por fuerzas militares. El Táchira y su frontera común con Colombia están militarizadas y Táchira es el motor de los Andes.

Las últimas medidas adoptadas allí por el gobierno cerraron prácticamente la actividad comercial interfronteriza que, en muchos casos, representa el medio de vida de miles de familias.

Estudios locales estimaban que por los menos 30 mil puestos de trabajo formal e informal se perdieron en las últimas semanas, desde que el gobierno adoptó las nuevas medidas.

Una vez más el gobierno parece mirar hacia Medio Oriente. No ya por su afán de haber convertido al país en “la otra Siria”, con miles de personas que buscan atravesar sus fronteras o abandonan el territorio mientras pueden, sino en su estrategia de militarización que, a mi entender, tiene como propósito extender, en el futuro inmediato, el estado de excepción en todo el país y así suspender las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre próximo, donde todas las encuestas indican que las posibilidades de una derrota son cada día mayores.

Tal vez lo que vuelve a influenciar al gobierno es el modelo del libio Muammar Gaddafi, que un día suspendió las elecciones y nunca más se acordó de convocarlas.

Todos los movimientos del gobierno parecen ir en esa dirección. En medio de un contexto social y económico que se sigue deteriorando, algunas voces sostienen que la actual situación es el efecto de la caída de los precios petroleros. Pero no es la única cuestión ni tampoco la principal. En otro contexto histórico, Venezuela vivió el esplendor de la democracia con un barril a 8 dólares y en estos años con precios astronómicos del crudo, los venezolanos asistimos a la dilapidación más fabulosa de fondos del Estado. O bien porque se malgastaron, o bien por malas medidas económicas o porque se transfirieron al extranjero a instancias non sanctas.

El estado de indefensión de la sociedad es total. Por eso, si bien para hacer comparaciones desde el campo de la historia se necesitan otros elementos más rigurosos, me permito decir que es la peor situación social que recuerde en 85 años de vida y nada nos permite ser optimistas sobre el futuro inmediato del país.

El resultado: un aumento de la pobreza, que no se mide en estadísticas pero se siente en las calles, y la caída de todos los indicadores sociales. La popularidad del gobierno no fue la excepción desde que el presidente Nicolás Maduro fue electo, en 2013.

Hoy, las encuestas le otorgan una popularidad de entre 20% y 25%. Esto, con el descontento creciente de la población que comienza a mirar hacia la oposición y sus dificultades para consolidarse. Un escenario difícil para un régimen que no suele ahorrar nada para retener el poder.

Historiador y ensayista venezolano, es autor entre otras obras, de “El culto a Bolívar”. Fue embajador en México y catedrático en la UNAM. Profesor de historia en la Universidad Central de Venezuela, ingresó en 2014 como Miembro Corresponsal a la Academia Mexicana de la Historia.

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