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Los ataques atómicos realizados por bombarderos B-29 de Estados Unidos en contra de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki (6 y 9 de agosto de 1945) no solamente marcaron el abrupto final de la Segunda Guerra Mundial sino el aterrador comienzo de una nueva era en la historia de la humanidad.
Por primera vez, la raza humana tuvo que afrontar el inquietante hecho de que la comunidad científica había desarrollado los medios para extinguir la vida en el planeta Tierra. La muerte instantánea de aproximadamente 80 mil personas en Hiroshima y de 40 mil en Nagasaki, así como el posterior deceso de decenas de miles más a causa de severas quemaduras y enfermedades relacionadas con la radiación, revelaron el poder devastador de lo que el emperador Hirohito caracterizó como una “nueva y muy cruel bomba”, en el mensaje radial mediante el cual él anunció la rendición de Japón.
Ha habido una enorme dificultad para cuantificar las bajas totales registradas en Hiroshima y Nagasaki a consecuencia de las explosiones atómicas. La imposibilidad de contar el número de cadáveres se explica por las condiciones imperantes: la extensa destrucción de hospitales, escuelas, agencias gubernamentales, departamentos de bomberos y policías; los incendios en las frágiles viviendas de madera provocados por las elevadas temperaturas y los fuertes vientos (sobre todo en la tierra plana de Hiroshima); el caos y la confusión en los días posteriores; y la huida al campo de muchos sobrevivientes. Es probable que las estimaciones de muertos y heridos en Hiroshima (150 mil) y Nagasaki (75 mil) sean demasiado conservadoras. Inaugurado en 1955, el Museo Memorial de la Paz en Hiroshima es un buen sitio para sensibilizarse respecto de los horrores de la era atómica.
J. Robert Oppenheimer, el físico teórico a quien la prensa y el público de Estados Unidos alabaron como “el padre de la bomba atómica”, tardó poco en manifestar sentimientos encontrados respecto a esta arma de destrucción masiva. Nombrado director científico del proyecto Manhattan —el programa secreto del gobierno del presidente Franklin Roosevelt para desarrollar la bomba atómica— Oppenheimer encaró su encomienda con el celo de un misionero. Trabajando bajo condiciones de virtual aislamiento en Los Álamos, en el desierto de Nuevo México, Oppenheimer y sus colegas estaban envueltos en una carrera contra el tiempo para fabricar una bomba antes que sus pares en la Alemania nazi. Tras la detonación del primer artefacto atómico en el sitio de pruebas de Trinian en Alamogordo (16 de julio de 1945), Oppenheimer exclamó —según su hermano Frank—: “¡Funcionó!”.
Sin embargo, Oppenheimer, cuya veta filosófica no debe pasarse por alto, afirmó que este deslumbrante acontecimiento le hizo recordar un pasaje del texto sagrado hindú del Bhagavad-Ghita: “Ahora me he vuelto muerte, destructor de mundos”. Para entonces, la Alemania nazi yacía derrotada; de hecho, en 1942, su programa atómico dejó de ser una prioridad y muchos de sus mejores físicos fueron asignados a otras tareas. El nuevo mandatario de Estados Unidos, Harry Truman, enfrentó fuertes presiones para concluir cuanto antes la guerra en el Pacífico, pero su predecesor jamás le había informado de la existencia del proyecto Manhattan.
Sin experiencia en política exterior y con escasas semanas en el cargo, Truman se vio obligado a tomar una decisión que habría de definir su presidencia y transformar el mundo de la postguerra: emplear la bomba atómica contra Japón.
A 70 años de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, estos sucesos siguen suscitando acalorados debates. Truman siempre defendió sus acciones e insistió en que los ataques atómicos acortaron la guerra y salvaron la vida de cientos de miles de combatientes estadounidenses y japoneses; en cambio, sus más acérrimos críticos lo tildaron de criminal de guerra y asesino masivo, colocándolo en la misma categoría que los líderes de las potencias del Eje. Lo cierto es que sería absurdo comparar a Truman con el entonces premier japonés Hideki Tojo. Los militaristas que impulsaron a Japón hacia el conflicto con EU y sus aliados llevaban varios años librando una guerra de agresión contra China.
Los sorpresivos ataques aéreos lanzados por Japón contra las instalaciones navales de Pearl Harbor, Hawaii (7 de diciembre de 1941) pretendían limitar la presencia de EU en el Pacífico. Los detractores de Truman se olvidan de la masacre de cientos de miles de civiles chinos cometida por tropas japonesas en Nanjing (1937), así como del trato inhumano de prisioneros de guerra estadounidenses, británicos y holandeses en los campos de concentración administrados por el Kempei Tai, la temible policía militar nipona.
El revisionismo histórico ha terminado por cuestionar a fondo los motivos de EU al emplear la bomba atómica contra Japón. ¿Venganza por Pearl Harbor y los abusos cometidos contra prisioneros norteamericanos (y filipinos) durante la infame “marcha de la muerte” de Bataan (1942)? ¿Advertencia a la Unión Soviética y demostración de fuerza ante el inminente comienzo de la Guerra Fría? Estas explicaciones parecen estar muy alejadas de las consideraciones estratégicas y militares de Washington en agosto de 1945.
En vísperas del ataque atómico a Hiroshima, Japón era un formidable adversario militar. Mantenía su ocupación de Manchuria, Corea, Taiwán, Indochina, las Indias Orientales Holandesas y regiones importantes de China. Por otra parte, 2.3 millones de tropas japonesas, respaldadas por una milicia civil de 28 millones de hombres y mujeres, estaban prestas a defender su patria ante la esperada invasión estadounidense. Japón también había contado con un programa para desarrollar la bomba atómica pero no prosperó a falta de recursos humanos, financieros y minerales.
Una alternativa bélica
La figura principal de este proyecto fue Yoshio Nishina, colega cercano del destacado físico danés Niels Bohr. Como alternativa a la bomba atómica, Estados Unidos llegó a evaluar la posibilidad de emplear gas venenoso o armas biológicas contra Japón.
En preparación para una invasión, EU a comienzos de 1945 había iniciado una campaña masiva de bombardeos convencionales contra decenas de ciudades japonesas. La noche del 9 de marzo, Tokio sufrió el más devastador ataque aéreo de toda la Segunda Guerra Mundial, con 100,000 muertos —cifra superior a las bajas inmediatas de Hiroshima— y 267 mil edificios destruidos en un área de 41 kilómetros cuadrados.
No obstante, el gobierno japonés rechazó la demanda de rendición incondicional contenida en la Declaración de Potsdam (julio 26). Frente a la amenaza aliada de la “pronta y total destrucción” de Japón, el gobierno no cambió su postura: preservación de la institución imperial; no a la ocupación militar de su territorio; desmovilización voluntaria de las fuerzas armadas y enjuiciamiento de criminales de guerra en tribunales japoneses.
Truman temió que la invasión de Japón ocasionaría la pérdida de casi un millón de efectivos estadounidenses. Su secretario de guerra, Henry Stimson, tuvo objeciones morales al uso de la bomba atómica; logró convencer a Truman de remover la antigua capital de Kyoto de la lista de blancos. Los horrores padecidos por la población de Hiroshima no condujeron a la rendición de Japón, por lo que Estados Unidos detonó una bomba sobre Nagasaki tres días después. Gracias a la mala visibilidad, el objetivo primario del segundo ataque atómico, Kokura, se salvó. La destrucción de Nagasaki, junto con la simultánea entrada de la Unión Soviética al conflicto, finalmente convencieron a Hirohito de que no tenía caso continuar con el esfuerzo bélico; empero, algunos oficiales de menor rango intentaron montar un golpe de Estado para impedir que él anunciara la rendición de Japón.
La euforia inicial que Oppenheimer sintió tras cumplirse las metas del proyecto Manhattan se diluyó al poco tiempo. En un discurso pronunciado el 16 de noviembre de 1945, él señaló lo siguiente: “Si las bombas atómicas han de ser agregadas como nuevas armas a los arsenales de un mundo en conflicto o a los arsenales de las naciones que se preparan para la guerra, entonces llegará el momento en que la humanidad maldecirá los nombres de Los Álamos e Hiroshima. Los pueblos de este mundo tienen que unirse o perecerán”.
Estas palabras no fueron bien recibidas en un Washington cada vez más convencido de que la bomba atómica constituía la mejor manera de conservar una paz duradera; no obstante, fueron una temprana advertencia sobre los riesgos de la proliferación nuclear.
Historiador, con estudios de posgrado de la Universidad de Cambridge, Inglaterra