En un par de semanas, los diez primeros candidatos presidenciales del Partido Republicano medidos en función del promedio que obtienen en las encuestas mantendrán su primer debate público.

La expectativa es grande, en especial por la aparición, en el grupo de 16 postulantes, del billonario y magnate inmobiliario Donald Trump, quien a los 69 años irrumpió en la carrera presidencial como un elefante en un bazar y sorpresivamente lidera por ahora las preferencias de los encuestados, con un 20% de partidarios.

Trump está advirtiendo a todos que, si no logra coronarse como candidato de los republicanos podría transformarse en un candidato independiente, perjudicando previsiblemente a quien represente a los republicanos, que hoy dominan el Poder Legislativo de los Estados Unidos.

Con su peculiar estilo, Trump busca siempre impresionar, como cuando absurdamente identifica a los inmigrantes mexicanos con los violadores de mujeres o fustiga a John McCain por haber sido tomado prisionero en Vietnam, como si por ello no fuera un héroe de guerra.

Su mensaje es, en definitiva, populista, vulgar, prejuicioso, belicoso y hasta narcisista. Agita resentimientos, provoca enfrentamientos y se sube a las frustraciones de muchos y a las inseguridades de otros.

En uno de sus viajes al interior de su país, Trump visitó la ciudad fronteriza de Laredo, en Texas. Suelto de cuerpo, prometió construir un largo muro "para detener a los ilegales".

A cada paso fue, sin embargo, duramente abucheado, sin que ello pareciera incomodarlo. Hasta debió interrumpir una conferencia de prensa final, porque quienes la presenciaban comenzaron a mostrar su hostilidad y tornarla peligrosa. Quizá por ello los medios de comunicación masiva hablan de él sin descanso, hasta tal punto que sus menciones triplican a las del experimentado Jeb Bush.

Trump no sólo es impredecible, sino que luce más como un artista que como un político y es capaz de dañar la posibilidad de que la carrera electoral contenga un debate serio de los temas más urgentes que debe resolver la sociedad norteamericana.

El magnate no está cómodo en la serenidad: necesita agitar y ambiciona conmocionar. Y lo ha logrado, sin que por ello su particular esfuerzo por tratar de transformarse en el candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos esté para nada asegurado.

Ha logrado sorprender, lo que es muy distinto a convencer. Por esto, pese a todo, los observadores políticos más prestigiosos del país del Norte no le asignan mayores posibilidades reales de éxito.

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