En la reciente discusión sobre los resultados que está dando el nuevo sistema de justicia penal se ha evitado hablar del tema de fondo, que me parece que genera la mayor parte de problemas, que hemos visto: las grandes deficiencias que, en la práctica, tienen los abogados encargados de hacer que el sistema funcione.

La sociedad sigue azorada —con toda la razón— por el aumento de la inseguridad y las noticias nos traen día tras día historias de sangre y delincuencia. Pero muchos piensan que bastaría con modificaciones a la Constitución y a las leyes para poder mejorar la eficacia del Estado contra quienes delinquen. Por desgracia, hay evidencia de sobra para acreditar que podemos reformar todas las veces que queramos la legislación, sin que por ello cambie la realidad.

No se trata de un tema de leyes solamente (las que están vigentes apenas tienen pocos meses o años de haber sido expedidas), sino de contar con mejores operadores que las hagan realidad. Necesitamos mejores abogados penalistas, tanto en las fiscalías encargadas de investigar los delitos, como en la defensa pública y privada.

La gran mayoría de las detenciones siguen ocurriendo en flagrancia (es decir, en el momento mismo en el que se está cometiendo el delito o en la persecución inmediata posterior), lo cual demuestra que no hay investigaciones científicas del delito.

Muchos de los procedimientos abiertos en el nuevo sistema de justicia siguen descansando en pruebas testimoniales, dato que nos alerta sobre la enorme fragilidad con la que se dictan sentencias. Los testigos no siempre son dignos de confianza, ya que con frecuencia son “aleccionados” por alguna de las partes en el juicio para que su testimonio se oriente en la dirección que más convenga. Incluso cuando los testigos no han sido aleccionados, es posible que no recuerden de manera fidedigna lo que dicen que vieron (los errores de testigos de hechos delictivos son abundantes).

Pero frente a los problemas de la prueba testimonial, no se ha invertido lo suficiente para que existan evidencias científicas (pruebas periciales, sobre todo) que respalden con conocimientos objetivos e información de calidad las acusaciones penales.

Por su parte, muchos abogados no se han entrenado en las modernas técnicas del litigio basado en la oralidad, que son las que exige el nuevo sistema de justicia penal. Algunos llegan al extremo de mostrar severas deficiencias en algo tan básico como hablar bien en público; quizá las dotes oratorias fueron una característica de los abogados en la antigua Roma, pero ciertamente no lo son en el México de nuestros días.

Si queremos que la justicia penal funcione tenemos que insistir en la profesionalización de quienes día tras día lo operan. Desde los policías, que deben saber la forma de prevenir la comisión de delitos, hasta los encargados de las cárceles y reclusorios, que deben contar con capacidades suficientes para lograr la reinserción social, que es lo único que puede evitar que, cuando un preso regrese a su comunidad, vuelva a delinquir.

No se trata de darles cursos y más cursos a los operadores, sino de que tengan las habilidades prácticas indispensables que se requieren en los llamados juicios orales.

Y lo anterior no se limita a la materia penal, sino a muchas otras materias que también se tramitan bajo el principio de oralidad procesal. Hay que recordar que dentro de muy pocos meses se producirá una reforma de fondo al procedimiento laboral, con la desaparición de las juntas de conciliación y arbitraje y la creación de tribunales laborales tanto a nivel federal como en cada una de las entidades federativas. ¿Qué tipo de preparación van a necesitar los abogados laboralistas para hacer frente a ese enorme reto?

En materia penal, la Constitución previó 8 años para la puesta en funcionamiento de la nueva justicia penal; en materia laboral, ese plazo fue de apenas un año. Los riesgos de improvisación son enormes. El daño que se puede producir a la economía nacional es considerable.

¿De qué manera podemos decir, con toda la urgencia del caso, que es indispensable que dejemos de pensar que todo se arregla reformando las leyes? Lo que hace falta es mejorar el “recurso humano” que aplica esas leyes, no seguir haciendo malabares reformadores que nada arreglan y que solamente posponen las soluciones de fondo que requiere la justicia mexicana.

Investigador del IIJ-UNAM

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