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A lo largo de la historia se han cometido millones de actos absurdos utilizando las leyes o buscando justificarlos en el derecho. Un libro reciente de Alejandro Anaya Huertas reúne un elenco prodigioso e hilarante de desatinos jurídicos que debería dar lugar a una reflexión muy detenida sobre el papel de los abogados en el mundo contemporáneo y del mal uso que se le puede dar a las normas por las que nos regimos en sociedad.
En Estados Unidos, por ejemplo, se ha producido una verdadera explosión de litigios, que ha llevado hasta los tribunales casos por demás discutibles. Anaya cita en su libro la demanda de un ciudadano de Orlando contra su peluquero por un corte de pelo que era tan malo que el afectado sufrió un ataque de pánico. En otro caso, un juez demandó a una tintorería por haber extraviado sus pantalones favoritos; la indemnización que pidió fue de 67 millones de dólares.
Un joven en Massachusetts roba un vehículo que estaba en un estacionamiento. Más adelante choca y muere. La familia del ladrón demanda al dueño del estacionamiento por no haber sido más diligente en las medidas que tenía que haber tomado para evitar que se robaran los coches.
Una norma en Brasil, en el siglo XIX, prohibía la existencia de baches en las calles y obligaba a los ciudadanos a tapar los baches o “cualquier otro hoyo”. En Arabia Saudita una mujer puede divorciarse si su marido no la provee de café. En China se dispuso que los monjes tibetanos necesitan permiso para “reencarnar”. En Egipto una mujer puede divorciarse alegando el mal olor de su marido. En Francia se prohibió ponerle “Napoleón” a un cerdo. En Finlandia alguna vez fue prohibido el Pato Donald porque no usaba pantalones. En Alaska es legal matar osos, pero no se puede despertarlos para hacerles fotografías. En Laos se prohíbe a las mujeres mostrar los dedos de los pies en público. En Perú prohibieron el consumo de salsas picantes en las cárceles porque se supone que tienen efectos afrodisiacos, los cuales pueden ser poco convenientes en las prisiones.
Hay sentencias en las que se le reconoció a una mujer la propiedad de la luna. En otra, un elefante fue condenado a morir en la horca. En otra más se analizó la reclamación de derechos de autor de una persona sobre el silencio. En Inglaterra una ciudadana fue condenada a 8 semanas de prisión por el exceso de ruido que generaba cuando tenía relaciones sexuales. En Brasil un tribunal aceptó como prueba absolutoria, en un juicio por homicidio, una carta dictada por el espíritu de la víctima a un vidente. En Irlanda la policía impuso más de 50 multas de tránsito a un tal “Prawo Jazdy”, hasta que se dieron cuenta que “Prawo Jazdy” significa “licencia de manejo” en polaco.
No cabe duda que la enorme cantidad de absurdos jurídicos que relata Alejandro Anaya demuestra el grado de estupidez de los seres humanos, pero también el uso distorsionado o perverso que se le puede dar a las normas jurídicas. Y esa es la lección más importante que nos deja la lectura del libro y de la que los abogados deberíamos tomar debida nota. Detrás de la escritura elegante y del enfoque muchas veces cómico del libro, hay una poderosa llamada de atención sobre los fenómenos jurídicos y sobre el papel lamentable que en ellos juegan los juristas.
Todos los estudiantes de derecho deberían leer este libro para darse cuenta de lo importante que es, en el mundo jurídico, que las normas se concentren en la regulación de los problemas más relevantes, que los legisladores no intenten imponer sus propios criterios de moralidad a los ciudadanos, que los tribunales no sean utilizados para reclamaciones absurdas que bien podrían calificarse como verdaderas extorsiones y que los abogados —sean jueces o litigantes— cumplan con su papel de guardianes de la justicia, la libertad y la seguridad de todos.
Esperamos que se escriba un segundo tomo del libro, narrando los absurdos jurídicos que deben abundar también en México. Sería, sin duda alguna, un libro que podría ocupar cientos y cientos de páginas. Ojalá se anime Alejandro Anaya a escribirlo. No se me ocurre nadie más preparado que él para hacerlo. Por cierto, su libro se titula Jueces, Constitución y absurdos jurídicos, y lo acaba de publicar la Editorial Porrúa.
Investigador del IIJ-UNAM.
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