Hay evidencia de sobra para pensar que la clase política mexicana tiene una idea bastante simplona (o cínica, tal vez) sobre lo que debe hacer en materia de Estado de derecho. Con frecuencia nuestros legisladores nos informan del número de iniciativas presentadas, de todos los dictámenes que han hecho e incluso de —algunas— reformas publicadas en el Diario Oficial.
Pero de lo que nadie habla es de la forma en que el Estado de derecho está funcionando en la práctica. Pero eso es justamente lo más relevante para la vida de los ciudadanos. ¿Para qué queremos que se presenten iniciativas y se hagan reformas si estarán destinadas a servir como meros productos decorativos, mientras el escenario real de nuestras vidas sigue sin mejorar en nada?
Se olvidan nuestros políticos que, como ya lo sabían los pensadores de la Ilustración hace 400 años, es el trabajo de las personas lo que permite alcanzar la justicia, no la promulgación de leyes.
Lo anterior viene a cuento no solamente por la injustificable ausencia de los nombramientos en la Fiscalía General de la República, la Fiscalía Anticorrupción, la Fiscalía de Delitos Electorales, los magistrados Anticorrupción federales y lo que se acumule esta semana, sino por el absoluto abandono en el que se encuentran muchas de las reformas importantes que se han impulsado en los años recientes.
A nuestros políticos les gusta hacer reformas para lucirse y salir en la foto, pero ya no les agrada tanto trabajar en serio para hacerlas realidad.
Así por ejemplo, nadie parece estarle dando seguimiento a la muy relevante reforma del procedimiento penal mexicano, que trajo consigo a los llamados “juicios orales”. Nadie se ha molestado en decirnos si la reforma se está aplicando bien o mal, si los Ministerios Públicos y los abogados están haciendo bien su trabajo, si los jueces verdaderamente están cumpliendo con sus tareas y si la justicia penal logra o no sus objetivos de castigar a quienes cometen delitos y proteger a quienes son víctimas de la delincuencia.
Mientras la impunidad sigue estando en un escandaloso 99% respecto al total de los delitos cometidos, no tenemos datos que nos orienten, no hay liderazgos que sigan capacitando a los actores de la reforma, no hay un esfuerzo coordinado para mejorar lo que haya que mejorar (que sin duda es mucho, al tenor de lo que se puede observar en salas de audiencia y en ese mundo completamente abandonado que son los reclusorios).
Otro ejemplo lo encontramos en la igualmente importante reforma constitucional en materia de derechos humanos, que fue promulgada en junio de 2011. En ese momento fue considerada un gran avance y fue aplaudida unánimemente por la comunidad jurídica, pero de ahí no pasó. Al margen de algunas decisiones importantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, es bastante poco lo que se ha hecho para hacer realidad esa reforma constitucional. De hecho, las comisiones de derechos humanos han sufrido un deterioro histórico en los años recientes (valga como ejemplo la práctica desaparición de la Comisión de Derechos Humanos de la CDMX, que lleva varios años en el limbo de la irrelevancia absoluta).
Todavía hay varias leyes indispensables para hacer realidad la reforma en materia de derechos humanos que ni siquiera han sido expedidas. Y eso que ya han pasado 6 años desde su promulgación.
Los ejemplos podrían multiplicarse. Pero lo relevante es llamar la atención sobre la distancia que existe entre el discurso sobre el Estado de derecho y la ausencia de un compromiso claro para hacerlo realidad. El gremio de los abogados podría aportar mucho, si los colegios profesionales dejaran de organizar torneos de golf y comidas en restaurantes elegantes para sus agremiados, y en vez de eso se dedicaran a denunciar las tremendas deficiencias que vivimos en materia de Estado de derecho.
El 90% de los colegios de abogados del país son perfectamente inútiles. Ni siquiera se encargan de capacitar bien a sus miembros y mucho menos se les ven agallas para denunciar la corrupción y la negligencia de las autoridades.
Todo eso nos deja un panorama desolador, del que solamente podremos salir reclamando una y otra vez por todo lo que debe hacerse y no se hace. La peor opción es callarnos. Alzar la voz es, sin embargo, lo que debe hacer una ciudadanía consciente del problema y atenta a la defensa de sus derechos.
Investigador del IIJ-UNAM.
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