El impulso a la austeridad gubernamental que abandera Andrés Manuel López Obrador es de puro sentido común en un país como México, en el que los servidores públicos se han servido desde hace décadas con la cuchara grande y han utilizado los recursos públicos como les ha dado su regalada gana.
Quizá en países europeos las políticas de austeridad puedan verse como regresivas, en la medida en que suponen recortes a los derechos del Estado benefactor, pero en nuestro país la historia es muy diferente.
Todos sabemos la manera en la que, desde hace mucho tiempo, en México, se desperdician los recursos públicos, la enorme cantidad de programas gubernamentales duplicados o triplicados, la cantidad de burócratas que cobran por la difícil tarea de poner un sello o calentar una silla, el gasto en vehículos gubernamentales que se usan para hacer el “súper” o para recoger a la amante del funcionario en turno, la compra innecesaria de insumos a precios inflados, viáticos sin justificación, las reuniones “de trabajo” en restaurantes de lujo que se facturan a la cuenta de alguna Secretaría, los centenares de boletos de avión que se pagan a funcionarios que se inventan “comisiones de trabajo” al extranjero justo antes de algún gran evento deportivo y un largo etcétera. La lista del anecdotario del dispendio daría para escribir centenares de páginas.
Ahora bien, para ser creíble, la política de austeridad debe ser pareja: debe ir en serio a recortar el gasto innecesario en todas las áreas del sector público, incluyendo a los hiper-gastalones órganos constitucionales autónomos, que reciben docenas de millones de pesos (no solamente el INE, como algunos señalan, sino también los demás, como el Ifetel, la Cofece, el INEE o la CNDH). A ello hay que agregar, por ejemplo, a esa caja oscura que todavía hoy en día es el gasto en las cámaras del Congreso de la Unión: diputados y senadores se enriquecen a mansalva mediante la opacidad con que se administra el dinero de los grupos parlamentarios, por eso se disputan con tanta fiereza la coordinación de cada uno de ellos.
Además, hay que mirar no solo al gobierno federal, sino también a la forma obtusa e irresponsable en la que gastan el dinero en los estados, los municipios y en la Ciudad de México. Si el gobierno de AMLO quiere ir a fondo, va a encontrar miles y miles de lugares en los que se puede racionalizar y disminuir el gasto público.
Todo ese ahorro puede dar como resultado que los ciudadanos tengan más dinero en sus bolsillos, generando un elemento dinamizador de la economía que puede contribuir a superar el bajo crecimiento que hemos padecido en los últimos 30 años.
Será importante —para que los programas de austeridad tengan éxito— que se les otorgue forma jurídica. Tratándose de una tarea tan grande y que va a enfrentar tantísimas resistencias, no basta con boletines de prensa o declaraciones presidenciales. Hay que ponerlo en normas y sujetar a quienes las violen a las responsabilidades que correspondan. No se trata de un lema de campaña: la austeridad tomada en serio debe ser una obligación legal.
Más allá de gestos de importante simbolismo, como la disminución del salario presidencial o la cancelación de la pensiones de los ex presidentes, lo cierto es que debe hacerse un análisis profundo de la forma en la que gastamos el dinero de los impuestos. No solamente para gastar menos, sino también para gastar mejor. Hay enormes necesidades de inversión en el sector salud, en la infraestructura física que requiere el país, en apoyo a proyectos de desarrollo científico, en desarrollo regional, en seguridad pública, etcétera.
Lo ideal sería, entonces, medir la política de austeridad a partir de un doble rasero: por un lado para recortar lo más posible el tejido graso del Estado mexicano que sobra en todos sus niveles; por otra parte, para focalizar el gasto en aquello que genere beneficios sociales tangibles mediante políticas productivas y que incentiven la competitividad.
Si se logra, estaríamos presenciando un cambio de dimensiones históricas y de consecuencias potencialmente enormes en beneficio de los ciudadanos. Un político con tanto olfato político como lo es AMLO sabe que eso merecería un gran respaldo de la sociedad y encumbraría todavía más su popularidad. No es un mal comienzo para su gobierno.
Investigador del IIJ-UNAM
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