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Daniela Acacio tenía 22 años en 1985, era estudiante de Contaduría en la UNAM y el miedo de repetir las imágenes del terremoto la llevó a vivir a Puebla. Hoy tiene dos hijos y no le gusta recordar el motivo que la hizo dejar la ciudad de México.
El centro del Distrito Federal fue la zona más afectada por los derrumbes. Hoteles, edificios y viviendas se vinieron abajo en dos minutos. Bastaron 120 segundos para que la forma de habitar la ciudad que era conocida tuviera que reconfigurarse. Fue suficiente ese tiempo para que entre los miles de muertos que nunca se aclararon se encontrara el señor Leonardo, papá de Daniela, quien era velador en un edificio de oficinas ubicado en la delegación Cuauhtémoc y que colapsó con el movimiento telúrico.
El turno del señor estaba a 40 minutos de terminar, momentos antes de que iniciara el temblor, como de costumbre, don Leonardo había llamado por teléfono a su casa para avisar que “ya mero” regresaba y para “echarle la bendición” a su hija que temprano se iba a la escuela. Eso fue lo último que le escuchó decir.
La familia vivía muy cerca de la delegación Venustiano Carranza, la madre es originaria de Puebla, el papá de Michoacán y Daniela nació en el Distrito Federal. Era una familia humilde que con esfuerzo mandó a su única hija hasta la universidad, hasta que la muerte del señor Leonardo la llevó a dejar la escuela para trabajar con doña Olivia, su mamá.
El cuerpo del hombre de entonces 50 años nunca fue encontrado, habría sido imposible hallarlo en una de las zonas de mayor desastre o entre los mas de 20 mil muertos que dejó el siniestro, por ello, al enterarse del fallecimiento, dos días después del temblor, madre e hija abandonaron la ciudad para irse a Puebla, de donde la señora Olivia era originaria. Nunca más regresaron.
A 30 años de distancia, ambas mujeres ahora de 75 y 52 años, mantienen un negocio de comida para llevar. En una de las esquinas del local conservan una foto de don Leonardo al estilo de Pedro Infante, por su uniforme de velador.
Aquella mañana del 19 de septiembre actualmente figura como parte de las historias que cuentan los mayores y es un deseo comunitario que algo así no vuelva a ocurrir. “Aquí en Puebla nos han tocado los temblores de los últimos años y cuando la emoción o la intensidad supera lo que podemos aguantar, entra la desesperación. Lo único que puedo hacer es rezar y rogar porque pueda seguir aquí y ver a mis hijos, es lo único que pediría”, dice con angustia en su voz.