A inicios de los años 80, Nueva York era Ciudad Gótica. Algo muy parecido, al menos. En un espacio de dos décadas, la incidencia de delitos violentos se había triplicado. En promedio, cada día eran asesinadas seis personas. Algunas zonas de la urbe, como el sur del Bronx, eran espacio vedado hasta para la policía. Cruzar Central Park de noche era deporte extremo. Y el Metro, sucio y grafiteado casi por entero, era un espacio profundamente inseguro.
Eso lo sabía de primera mano Bernhard Goetz, un ingeniero eléctrico nacido en Queens. En 1981, fue asaltado en una estación de Metro por tres adolescentes. Dos escaparon, uno fue capturado, pero pasó menos tiempo en la comisaría que el que dedicó Goetz, herido de una rodilla, a hacer la denuncia.
Enfurecido, aterrorizado, Goetz intentó obtener una licencia de portación de arma de fuego. Para su desventura, el estado de Nueva York se la negó. Pero eso no lo detuvo: en un viaje a Florida, adquirió una pistola Smith and Wesson, calibre .38.
Tres años después, en diciembre de 1984, se le presentó una oportunidad de usarla. En el Metro, cuatro jóvenes afroamericanos lo rodearon y le pidieron agresivamente cinco dólares. Hasta donde se pudo reconstruir en el juicio posterior, era más un acto de intimidación que un asalto. Pero el ingeniero de Queens no lo interpretó así: al verse rodeado, temiendo ser robado por segunda ocasión, sacó su pistola y le metió un tiro a cada uno de los jóvenes.
Ninguno murió, pero todos salieron gravemente heridos. Goetz se dio a la fuga, abandonó la ciudad y se refugió en el estado de Vermont. Diez días después, al enterarse de que la policía ya andaba tras su pista, se entregó voluntariamente a las autoridades.
El incidente y el juicio posterior desataron una furiosa controversia, no sólo en Nueva York, sobre los límites de la legítima defensa. Goetz rápidamente encontró partidarios entre la población blanca y entre organizaciones dedicadas a la defensa de la portación legal de armas (la Asociación Nacional del Rifle, por ejemplo). Pero también le llovieron detractores: para la comunidad afroamericana y algunos grupos de defensa de derechos civiles, el acto del tirador del Metro fue una sobrerreacción injustificada, motivada por el racismo.
A final de cuentas, Goetz fue declarado inocente de los cargos más graves (intento de homicidio, entre otros), pero pasó ocho meses en prisión por posesión ilegal de arma. Posteriormente, uno de los jóvenes heridos en el Metro lo demandó con éxito por la vía civil, obligando al pago de una reparación inmensa (43 millones de dólares). A raíz de ese veredicto, Goetz se declaró en bancarrota y, hasta donde se sabe, nunca pagó el monto debido.
El incidente dejó varios legados. Por una parte, se volvió en el estado de Nueva York más amplia la definición jurídica de legítima defensa, considerando al temor “razonable” como un atenuante para el uso de la fuerza letal. Más importante, el caso Goetz sirvió de catalizador a un movimiento de protesta en contra del delito y el desorden urbano. Una década más tarde, Rudolph Giuliani se montó en esa ola, llegó a la alcaldía de Nueva York y puso en marcha la agresiva estrategia de “cero tolerancia”. La incidencia delictiva empezó a disminuir rápidamente y Nueva York se volvió lo que no había sido en décadas: una ciudad segura.
¿Entonces los neoyorquinos tienen que agradecerle a Goetz por su seguridad presente? No. Las causas de la disminución del delito en Nueva York son múltiples y aún se debaten. La eficacia de las tácticas de Giuliani y sucesores son motivo de amplia controversia. Pero de algo no hay duda: como ningún otro caso, ese incidente en el Metro puso a la seguridad en el centro de la discusión pública en Nueva York y en el resto de Estados Unidos, un lugar que no dejaría por década y media.
Analista de seguridad
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