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Toma la postura de un pintor en su estudio. Se coloca los lentes y comienza a impregnar tinta obscura en la espalda de una mujer. Traza las ramas, el tronco, las raíces de un árbol y los nombres Emiliano y Ximena. Él tiene un oficio antiguo: es tatuador.
Este hombre de más de 60 años cubre su piel con 58 tatuajes: una mujer, dragones, una rosa... Algunos de ellos fueron grabados por él mismo, a su estilo. Todos cuentan la historia de quien los porta con orgullo: Roberto Candia Salazar, mejor conocido como don Tito.
Él organizó la primera exposición de tatuaje —dentro del Reclusorio Norte—. Esta práctica fue exhibida como arte y no como sinónimo de vandalismo.
Para ser feliz, él sólo necesita un par de agujas, tinta, un pequeño motor, el “caparazón” de una pluma, electricidad, jabón quirúrgico y la disposición de alguien valiente con deseos de dibujarse algo.
Don Tito conoció a su “primer amor” en las calles de su nación: “Yo el tatuaje lo vi por primera vez en Colombia en un maestro hojalatero, fornido y alto. Él tenía en la mano un águila con las alas abiertas. Desde ese momento tuve el deseo de uno igual”, menciona con nostalgia.
La familia de Candia Salazar era de escasos recursos y sus padres lo rentaron como “burrero” —transportador de droga— cuando él tenía 12 años: “Cierto cártel de allá le dio una plata a mi familia para que yo trajera un kilo de material blanco en el estómago. Estuve un tiempo en Cartagena deglutiendo uvas muy grandes para, después, tragar los dedos de los guantes de látex llenos de droga”.
Cruzó las fronteras de Sudamérica con una mamá y un papá falsos, hasta arribar a Nayarit, México. Allí entregaron la cocaína: “Vomité para que el material fuera entregado a un asiático. Me recuperé y opté por irme. Llegué a Baja California y me comencé a juntar con los cholillos”.
Pero a los 18 años se aventuró a pisar tierras estadounidenses. “Llegué a las ‘dakotas’ donde conocí a una dama, quien pertenecía a la tribu Siux —su mamá todavía usaba sus vestimentas típicas (plumas, atuendo con pieles)—”. Con la joven india procreó su primer hijo. Al poco tiempo fue detenido por agentes de migración y arribó a la frontera, en Tijuana. Nunca más volvió a la región de aquellos nativos, pero aún los recuerda.
Del panteón a Lecumberri
Tito conoció a un “camarada” en el norte, quien lo invitó a venir a la Ciudad de México. Aceptó sin saber que el hombre lo abandonaría a su suerte cerca de Villa de Guadalupe. Sin conocer bien la ciudad se instaló en un panteón de la colonia Martín Carrera para pernoctar. “Esa casa es para todos. Todos vamos a parar allá”.
El joven Tito se sintió atraído por el tráfico de drogas: “Tenía un equipo llamado Los elegantes. Yo los coordinaba y les decía: ‘tú vas aquí, tu allá y todos perfectos, sincronizados para que no nos caiga la bronca’. Llegaban algunas personas de mi país para traerme material blanco. En ese tiempo no todos consumían cocaína, sólo las personas con dinero”.
En 1972, cuando Roberto Candia se encontraba en la colonia Martín Carrera entregando marihuana, fue descubierto. Lo detuvieron y, por primera vez, pisó la entonces Penitenciaría Preventiva de Distrito Federal, Lecumberri. Así, a los 22 años llegó a la crijía “E”, celda 144.
La situación en las cárceles era distinta, pues había un sistema educativo. Se podía estudiar la primaria, secundaria, preparatoria, incluso, la universidad, relata el hombre de mirada penetrante.
“En la circular (pasillo) ‘A’ estaba la primaria y en la ‘B’, la secundaria. Todos los que acudían a la escuela eran sacados por ‘comandos’ —un grupo de gente (‘protectores’) —; quienes no iban a la escuela —además de recibir tres botes de agua y tres leñazos—los mandaban al final de la ‘colonia’”. Reconoce que ahora en las cárceles los tratan “más bonito”. Antes, los jóvenes podían estudiar dentro o aprender un oficio; ahora sólo los más interesados en superarse lo hacen.
—¿Dentro de Lecumberri le hicieron su primer tatuaje?
— Sí. En la cárcel te daba un estatus alto. Miguel era el único tatuador y le dije que me hiciera uno. El lugar donde lo realizó fue su celda y en la noche —en ese tiempo estaba prohibido tatuar, era mal visto—. Miguel comenzó su trabajo y con una agujita, mojada en una corcholata de refresco con tinta, empezó a picar la piel. Él ya le había agarrado práctica. Dolía bastante, era tardado, pero me hizo mi india en el pecho y parte del abdomen. Me gustó.
—¿Cómo elaboraba la tinta en ese tiempo en Lecumberri?
—Yo la fabricaba: quemaba peines. Todo el hollín, el humo se impregnaba en una tabla —la cual lijaba muy fina—; luego, con una hoja de rasurar recogía el material y las metía en un “cacharro” (recipiente) —para tener una cantidad buena de tinta prendía como 20 o 30 piezas—; después, lo mezclaba con pasta de dientes y shampoo. Finalmente, impregnaba el material en la piel con agujas.
Todo lo hice en la oscuridad de la prisión. Las personas en libertad tenían el sol inmenso para ellos; yo, sólo un pequeño cuadro con una imagen que lo dibujaba. Mis tatuajes los hice con un gusto tremendo. Se llevaban nostalgia, tristeza, dolores y recuerdos. Eso para mí es chido —recalca con movimientos de manos y una sonrisa en el rostro.
—¿Usted comenzó a tatuar allí?
—Sí, en medio de esa maldad y oscuridad florecieron las rosas. Yo hice dos rosas y varias iniciales. En ese lugar dibujé un divino rostro y lo cobré a cinco pesos, pero era un gusto tremendo porque hacía las cosas con nostalgia por mi libertad, mi familia. Esos tatuajes se llevaban algo de mi alma y espíritu. Cuando hago mi trabajo, algo de mí se va allí.
Goyo Cárdenas lo sacó de la cárcel
La estancia de Tito en la Penitenciaría de Lecumberri no se prolongó como él pensaba. Incluso, tuvo una sorpresiva salida que atribuye al asesino serial Gregorio Goyo Cárdenas —acusado de matar a cuatro mujeres, a quienes enterró en su patio—: “Un camarada me aconsejó acercarme a él, porque sabía de leyes. En una ocasión, yo me lo encontré en el redondel. Hablé con él y le dije: ‘Señor Goyo, ¿me haría el favor de hacerme una audiencia para el juzgado? Ya tengo tiempo aquí’. Yo siento que gracias a él me llamaron y salí libre, de otra forma se hubiera pasado el tiempo y allí me quedo”.
Luego de tres años, el 23 diciembre de 1975, Tito fue puesto en libertad. Volvió a la colonia donde fue aprehendido. Allí no sólo se dedicó a la venta de sustancias ilícitas: “Conocí militares mexicanos y obtuve armas. Yo tenía en mi casa como 35 pistolas; las otras eran para distribución. Mandaba a Michoacán, Guerrero…”.
De vuelta a prisión con el mismo oficio
El hombre de piel grabada siguió con su vida en la Martín Carrera. Tuvo cuatro hijos con una mujer , después otros cuatro con otra. En total fueron 16. Volvió a armar su banda y algunas personas lo invitaron a participar en un asalto a una camioneta de valores: “Por Luis Contreras —el vehículo llevaba el dinero al Hospital de Petróleos Mexicanos (Pemex)— y preparamos el plan de ataque. Todo iba muy bonito y, de pronto, cuando ya íbamos a salir de ese lugar con toda la plata, llegó un rondín. Se hizo un enfrentamiento y empezó la fiesta, los juegos artificiales. Mataron a un amigo mío. Murieron dos policías. A mí me dieron cinco balazos”.
En 1989, de nueva cuenta, Tito se encontró tras las rejas, pero ahora del Reclusorio Norte; después fue trasladado al Oriente. Durante los 20 años que estuvo en prisión continuó con su oficio.
En una ocasión le regaló una chamarra a un custodio para poder ingresar una bocina de grabadora, una pluma, cables, agujas, hilo y tinta para construir su propia máquina tatuadora.
¡Primera Expo Tatuaje en la cárcel!
La técnica utilizada por el señor Roberto Candia es libre y de la vieja escuela. Quizá ese es uno de los atractivos, pues con pocas herramientas y estilo único logra hacer creaciones atractivas.
En 2002, a don Tito se le ocurrió organizar la primera Expo Tatuaje —donde también se mostraron trabajos en madera, poliéster y otros materiales—, en el auditorio del Reclusorio Norte, junto con sus amigos: Pinto, El Chino, El Rasta y El Pelícano. Al principio sus “camaradas” dudaron, pero Candia Salazar se aferró al proyecto y habló con el director: “Le expliqué sobre la nobleza del tatuaje, la higiene que tendríamos. Íbamos a enseñar cómo se hacían las máquinas”, además de la historia de este antiguo arte. Finalmente, la exhibición se llevó a cabo.
El 11 de abril de 2009, Roberto Candia salió en libertad. Él anhela un mejor futuro: “Esperemos que llegue algo mejor. Estoy luchando y me está costando como no tienes idea, pero lo voy a lograr. Me quité adicciones, miles de cosas que venían a mi mente”, comenta.
Don Tito mantiene vivo su gusto por esta forma de expresión, la cual significa todo para él. Termina de trazar el árbol de corteza gruesa, las ramas, la tipografía y limpia con jabón quirúrgico. La satisfacción de su labor es evidente. Mientras tenga los elementos necesarios para llevar a cabo su arte, él será feliz